Nuestra colorida tradición oral está llena de variados e imaginativos relatos de brujas y
fantasmas que nos helaron la sangre durante las noches oscuras de la infancia.
Relatos de un mundo fantástico y entrañable que se desdibujaron y se fueron dulcificando
con el tiempo. Pero en Colombia los relatos de miedo de la vida cotidiana resultan de sobra más macabros porque nos acechan en cada esquina e insisten en
aparecerse en los noticieros. Son los relatos brutales de nuestras múltiples
guerras. Una de esas historias de miedo,
mezcla de nuestras más antiguas fantasías y de los horrores que nos muestra
diariamente el periodismo, es la que nos cuenta El Páramo, ópera prima de Jaime Osorio Márquez.
En nuestro contexto resulta casi incomprensible
que no haya florecido el cine (ni la literatura) de horror. Recordamos por
supuesto el trabajo del cineasta caleño Jairo Pinilla, ícono indiscutido de la
Serie-B en el país; recordamos al paisa Adolfo X; y recordamos obviamente a
Carlos Mayolo, algunas de cuyas cintas, sin pertenecer propiamente al género,
abordaban parcialmente algunos de sus tópicos.Cómo olvidarse además de Pura Sangre, de Luis Ospina, con
esa especie de vampirismo tropical: película aterradora. En 2007 vimos además Al final del Espectro, de Juan Felipe Orozco, que
sigue punto por punto los cánones del cine de horror oriental pero tratando de adaptarlos
a nuestra estética.
Robledo y Fiquitiva (el Indio), Julio C. Vlencia y Nelson
Camacho.
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George Romero en La noche de los
muertos vivientes demostró que los argumentos exagerados del cine de género, a veces menospreciado y
acusado de banalidad, no son más que un pretexto para reflexionar sobre
asuntos mucho más complejos. En El
Paramo, que nos sirve para leer nuestra realidad pero cuyo alcance es universal,
nos encontramos con preguntas molestas
para las cuales tal vez no hemos querido encontrar respuestas: En primer lugar ¿Quién
ha sido el verdadero enemigo en esta guerra nuestra, que parece una maldición? Pero además ¿Quién ha sido el responsable de
que continúe y parezca no tener fin?
En una época en la cual el cine de terror con
frecuencia produce risas, la cinta de Osorio nos garantiza sobresaltos y nos agobia con esa extraña carnicería que
viven los nueve soldados y que nos
recuerda a cada instante la barbarie en que vivimos.
Ponce, Pablo Barragán. |
Al margen de eso da gusto
comprobar una vez más en esta producción que nuestro cine parece haberse
despedido definitivamente de los fallos de producción que siempre le dieron ese
toque de pobreza tan característico. Más allá de que al principio el relato
transcurre muy lentamente, da gusto la agilidad del montaje. Las bisagras están
aceitadas y bien puestas. Aquellos saltos visuales que daban cuenta de errores
y olvidos durante el rodaje son ahora parte del pasado.
Las actuaciones también merecen una mención: acostumbrados
como estamos a los aspavientos y a los diálogos sobreactuados de ciertas
improvisadas glorias de la actuación, el reparto aquí se siente preciso y se
desenvuelve con naturalidad, sin excepciones. Otro gran acierto es la
ambientación, responsable del miedo que sienten tanto los personajes como los
espectadores: en ese paisaje abierto y de alta montaña el director logra
meternos en una atmósfera opresiva con la oscuridad, la neblina y los
frailejones, que se alzan a manera de extraños espectros.