domingo, 9 de octubre de 2011

El Páramo, de Jaime Osorio Márquez

Ese brutal enemigo que llevamos dentro


Nuestra colorida tradición oral está llena de variados e imaginativos relatos de brujas y fantasmas que nos helaron la sangre durante las noches oscuras de la infancia. Relatos de un mundo fantástico y entrañable que se desdibujaron y se fueron dulcificando con el tiempo. Pero en Colombia los relatos de miedo de la vida cotidiana resultan de sobra más macabros porque  nos acechan en cada esquina e insisten en aparecerse en los noticieros. Son los relatos brutales de nuestras múltiples guerras.  Una de esas historias de miedo, mezcla de nuestras más antiguas fantasías y de los horrores que nos muestra diariamente el periodismo, es la que nos cuenta El Páramo,  ópera prima de Jaime Osorio Márquez.

En nuestro contexto resulta casi incomprensible que no haya florecido  el cine (ni  la literatura) de horror. Recordamos por supuesto el trabajo del cineasta caleño Jairo Pinilla, ícono indiscutido de la Serie-B en el país; recordamos al paisa Adolfo X; y recordamos obviamente a Carlos Mayolo, algunas de cuyas cintas, sin pertenecer propiamente al género, abordaban parcialmente algunos de sus tópicos.Cómo olvidarse además de Pura Sangre, de Luis Ospina, con esa especie de vampirismo tropical: película aterradora. En 2007 vimos además Al final del Espectro, de Juan Felipe Orozco, que sigue punto por punto los cánones del cine de horror oriental pero tratando de adaptarlos a nuestra estética.

Robledo y  Fiquitiva (el Indio), Julio C. Vlencia y Nelson 
Camacho.
El Paramo  es una historia de brujas que transcurre en la soledad de una estación del ejército a más de 4000 metros de altura sobre el nivel del mar, un escenario azaroso por naturaleza: el Pelotón Bravo 3 debe recuperar el territorio, al parecer en manos de la guerrilla. Pero una vez allí, alejados del mundo y solos, comprenden que su verdadero enemigo es mucho más temible y brutal.

George Romero en La noche de los muertos vivientes demostró que los argumentos exagerados  del cine de género, a veces menospreciado y acusado de banalidad, no son más que un pretexto para reflexionar sobre asuntos  mucho más complejos. En El Paramo, que nos sirve para leer nuestra realidad pero cuyo alcance es universal, nos encontramos con  preguntas molestas para las cuales tal vez no hemos querido encontrar respuestas: En primer lugar ¿Quién ha sido el verdadero enemigo en esta guerra nuestra, que parece una maldición?  Pero además ¿Quién ha sido el responsable de que continúe y parezca no tener fin?

En una época en la cual el cine de terror con frecuencia produce risas,  la cinta de Osorio nos garantiza sobresaltos y  nos agobia con esa extraña carnicería que viven los  nueve soldados y que nos recuerda a cada instante la barbarie en que vivimos.

Ponce, Pablo Barragán.
Conviene decir eso sí que a pesar de que el cine de género cumple siempre con unos tópicos como si fuera un ritual, y en eso radica parte de su gracia y encanto,  cada director debe imponerse el reto de no ser excesivamente fiel a la hora de abordarlos. En El Páramo  encontramos algunos recursos narrativos ya demasiado recurrentes: cada personaje desempeña un rol tan explorado en  otras películas del género bélico y de horror (28 Días después y Deathwacht, solo por mencionar dos ejemplos recientes) que a veces es fácil para el espectador adelantarse a los giros narrativos: nos encontramos  con el lujurioso violento, con el bueno, con el negro, con el místico, con el líder... Sin duda en todas las historias están esos roles, pero depende de la manera como se aborden que no resulten demasiado planos y en esa medida la historia se torne un poco predecible.

Al margen de eso da gusto comprobar una vez más en esta producción que nuestro cine parece haberse despedido definitivamente de los fallos de producción que siempre le dieron ese toque de pobreza tan característico. Más allá de que al principio el relato transcurre muy lentamente, da gusto la agilidad del montaje. Las bisagras están aceitadas y bien puestas. Aquellos saltos visuales que daban cuenta de errores y olvidos durante el rodaje son ahora parte del pasado.

Las actuaciones  también merecen una mención: acostumbrados como estamos a los aspavientos y a los diálogos sobreactuados de ciertas improvisadas glorias de la actuación, el reparto aquí se siente preciso y se desenvuelve con naturalidad, sin excepciones. Otro gran acierto es la ambientación, responsable del miedo que sienten tanto los personajes como los espectadores: en ese paisaje abierto y de alta montaña el director logra meternos en una atmósfera opresiva con la oscuridad, la neblina y los frailejones, que se alzan a manera de extraños espectros.