jueves, 28 de julio de 2011

Un compositor, tres directores:

Orson Wells, Alfred Hitchkock y Martin Scorsese en el centenario de Bernad Herrmann




Se celebra Este año el centenario del gran músico norteamericano Bernard Herrmann (1911-1975), considerado con sobrada razón el más importante compositor de bandas sonoras de toda la historia del cine. Una suerte de Olimpo en el que Herrmann preside figuras como Ennio Morricone, Jhon Williams, Dani Elfman, Joe Hisaishi y Basil Poledouris, solo por mencionar algunos. Hermann, que desde su adolescencia cuando decubrió el “Tratado de orquestación de Hector Berlioz” supo que su vida sería la música, hubiera preferido que lo recordáramos como un compositor a secas y en un gesto típico de su reconocido mal carácter nos hubiera reprochado la insistencia en relacionarlo con el cine, pero eso que él consideraba un pasatiempo, o acaso un oficio para ganarse la vida, dejó como legado composiciones que acompañan momentos fundamentales de la cultura visual del siglo XX.
A pesar de ser el responsable de la música de varias decenas de películas y de haber trabajado además con personalidades como Francois Truffaut, Brayan de Palma y Nicolas Ray, entre muchos otros, la fama y la influencia del compositor Neoyorkino reside en buena medida en sus colaboraciones con tres grandes directores: Orson Wells, Alfred Hitchkock y Martin Scorsese.

Durante sus años de estudiante en la Universidad de Nueva York, Herrmann se apasionó por Wagner y se relacionó con compositores como Gershwin y Aaron Copland, a quien conoció en el Young Composers Group. Hacia 1933 ya había compuesto obras para la New Chamber Orchestra y en 1934 se encargó de la dirección de la Orquesta Sinfónica de la CBS donde unos años después conoció a Orson Welles con quien colaboró en la musicalización de una de las pruebas más emblemáticas del desmedido poder que pueden alcanzar los medios masivos de comunicación: la adaptación para radio de “la Guerra de los Mundos” de H.G Wells, que generó pánico en cientos de escuchas atónitos en toda Norteamérica debido a su realismo.

Hermann salió tan bien librado que Orson Welles le propuso componer la banda sonora de su ópera prima El Ciudadano Kane. La película, como todos sabemos es tal vez la cinta más importante de la historia del cine, y la música le dio a Hermann de una vez y por todas la reputación que lo acompañaría por el resto de su carrera.

Ciudadano Kane (1941)





El verdadero éxito de la música en el cine es que los espectadores ni siquiera notemos su presencia. Toda la emoción, el misterio y la ternura deben producirse en nosotros de una manera casi secreta, sin aspavientos instrumentales, mezclándose con la acción de cada secuencia de una manera orgánica y fluida. Por eso descubrir una buena banda sonora es una especie de deslumbramiento que nos revela algunos de los resortes más íntimos que nos sacudieron durante la proyección pero que eran casi desconocidos para nosotros. En su trabajo con Alfred Hitchcock, Bernard Herrman se reveló como un gran maestro de las composiciones que lograban sintonizar a los espectadores psicológicamente con la acción pero que además describían con solvencia el espíritu de cada secuencia.

La colaboración Hitchcock-Herrmann comenzó en 1955 con ¿Quién mató a Harry? Y se prolongó por más de una década hasta que en 1966 el carácter marcado y fuerte de ambos terminó por separarlos. Las diferencias comenzaron con Los pájaros, esa obra magistral en la que no hay más música que el inquietante ruido de alas de las incontables aves. Herrmann figuró como Director de Sonido y Efectos Sonoros, sin embargo. Pero cuando en La cortina rasgada (1966) Hitchcock, secundando el parecer de los estudios, rechazó la propuesta del neoyorkino por considerar que la película necesitaba una música más comercial, que se pudiera bailar y fuera similar a la carismática música pop de los años sesenta, la relación entre los dos maestros terminó definitivamente. La posteridad recordará de cualquier forma bandas sonoras de películas como Con la muerte en los talones, Marnie la ladrona, El hombre que sabía demasiado, la ventana indiscreta. Pero muy especialmente dos trabajos: Vértigo y Psicosis.

Psicosis (1960) Vértigo (1967)




El último aporte de Bernard Herrmann al cine fue la banda sonora de Taxi Driver, el clásico de Martin Scorsese, quien buscaba una música que se pudiera identificar con ese Nueva york de personajes anónimos, solitarios y oscuros. Herman interpreto bien esa idea al optar por el jazz y el blues como inspiración. Se trata de una obra radicalmente distinta a su trabajo anterior.

Bernard Herrmann murió en 1975 luego de terminar esa colaboración con Scorsese y antes del estreno de Taxi Driver.



Taxi Driver (1976)


martes, 19 de julio de 2011

El plazo expira al amanecer

Una pesadilla espléndida de William Irish


En su vida como lector cada uno de nosotros recuerda libros que leyó impulsado por una necesidad casi febril, por un capricho. Sé de alguien que cierta vez encontró El Gran Arte, de Rubem Fonseca olvidado en el asiento trasero de un taxi, nunca había oído de él ni de su autor pero leyó las primeras líneas y luego, sin explicación, no pudo detenerse hasta terminar el libro al día siguiente. Cierta amiga me contó hace poco de cuando vio en la librería La soledad de los números primos; la mira da del personaje que aparece en la carátula, dice ella, le causó tal impresión que esa misma noche ya había leído el libro de tapa a tapa. Yo por mi parte recuerdo el medio día ya muy lejano en el que oí hablar de El plazo expira al amanecer. Fue una referencia mínima pero el impacto de ese título en mi fue tan fulminante y dio lugar a tantas evocaciones que inicié una peregrinación por las librerías de la ciudad para encontrarlo. Y no descansé hasta que encontré en La Anticuaria un viejo volumen de hojas de papel de arroz oloroso a naftalina. Se titulaba Obras y contenía una selección de cuentos y novelas de uno de los animales más extraños de la literatura norteamericana, un ser solitario y ya casi olvidado llamado Cornell Woolrich, más conocido por su pseudónimo: William Irish

El plazo expira al amanecer es un viejo clásico de la novela negra publicado en 1948 en el que el tiempo y la ciudad de Nueva York, vasta y oscura, se imponen como dos villanos atroces conjurados en contra de de Bricky y Quinn, a quienes el azar junta una noche en torno del cadáver abaleado de un desconocido. El par de jóvenes se convierten, sin esperarlo, en unos detectives improvisados pero brillantes que esperan esclarecer el crimen para de esa forma escapar de la ciudad, que los ha sometido y los mantiene confinados en el anonimato, la pobreza y la mediocridad. Las únicas pistas de las que disponen son un botón café y el vago aroma de un perfume femenino. Delante de ellos se extienden las calles hostiles y casi fantasmagóricas. Sobre sus cabezas, en la cumbre del edificio de la Paramount, el reloj marcha implacable recordándoles a cada instante que están a punto de perder el bus que los sacará de ese purgatorio.


En menos de doscientas páginas Irish nos entrega un relato vigoroso, lleno de emoción y de giros inesperados, en el cual se alcanza a profundizar en el carácter y la psicología de los personajes, algo no tan común en la literatura de su género para esas épocas. Al cabo de unos párrafos resulta difícil renunciar a seguir de un solo tirón hasta el final. Y faltando solo un poco para terminar, se siente el irremediable deseo de que la historia no termine para que de esa forma Bricky y Quinn sigan sorprendiéndonos en su carrera por resolver el acertijo y escapar a tiempo.


cornell-woolrich.jpg

Toda esa sensibilidad narrativa no es un mero accidente. Notablemente influenciado por Scott Fitzsgerald en susinicios, Irish, nacido en 1903, fue un escritor de muchísimo oficio. Su primera obra, titulada Cover Charge, apareció 1926 y luego, entre la década de los treinta y los cuarenta publicó un puñado de novelas y cerca de cuatrocientos relatos en revistas míticas como Ellery Queen Mistery Magazin y Black Mask, en las que por cierto publicaron deidades del género policiaco como Raymond Chandler y Dashiell Hammett. Esa abundancia fue sin duda fruto de su gran imaginación, pero además estuvo muy impulsada por la escasez luego de la Gran Depresión del veintiocho, que entre otras consecuencias, generó una eclosión de literatura sobre crímenes en esas revistas impresas en papel barato conocidas como pulp. Publicaciones en las que la novela llamada novela policiaca, milimétrica y fría como una partida de ajedrez, de gente como Artur Conan Doyle y Agatha Christie, se transformó en la violenta y urbana novela negra, que retrataba el mundo criminal de grandes ciudades como Chicago y Nueva York. Hoy en día se cuentan veinte volúmenes de cuentos y más de veinte novelas firmadas por Woolrich o cualquiera de sus pseudónimos. Obras en cuyos títulos curiosamente abundan las palabras “negro”, “noche” y “muerte”.


En la década de los cuarenta, la edad dorada de las radionovelas en Norteamérica, innumerables relatos de Irish fueron adaptados para la radio. Hay quien incluso se aventura a decir que es uno de los autores de novelas de suspenso más adaptado al cine. Cerca de treinta adaptaciones. La historia recuerda especialmente La novia vestía de Negro y la Sirena del Misisipi, de Fracois Truffaut; y, sobre todo, La ventana indiscreta, obra maestra de Hitchcock basada en un relato de 1942 titulado It had to be murder.


William irish fue un hombre de una vida promiscua y disoluta. A principios de los años treinta contrajo matrimonio, lo cual no impidió que continuara sus frecuentes y múltiples relaciones homosexuales. Al saberlo, como era de esperarse, su mujer lo abandonó. Él regresó con su madre sobreprotectora luego de cuya muerte se entregó a la depresión y al alcoholismo. Murió de ictericia y con una pierna amputada en 1968. Su vida azarosa, relatada por Francis M. Nevis Jr en First you Dream, then you die, recuerda un poco a la de Horacio Quiroga y en su obra muchos han querido ver ecos de Edgar Allan Poe, tanto como para llamarlo el Poe del siglo XX.




sábado, 16 de julio de 2011

El buen dibujo

Un buen dibujo significa mucho más que unas cuantas líneas trazadas hábilmente sobre un papel. Significa la luz y, por lo tanto, la sombra que se extiende debido a ella. Significa el fervor que nos produce una imagen y la ambición de poseer lo que representa. Así, nuestros lejanos antepasados del paleolítico se internaron en las cavernas para animar sus oscuras paredes con las formas de bestias que luego iban a cazar y que constituían su alimento, su vida. Significa una manera de escrutar el universo y, según quieren algunos, de interpretar nuestros destinos: aún hoy ignoramos el momento preciso en que levantamos nuestras miradas para bosquejar las constelaciones en el vasto soporte del firmamento, pero la obra, que continua indeleble, requirió de la paciencia y de la sabiduría de varias civilizaciones. Significa también el entramado que inevitablemente el tiempo dibuja en nuestros rostros y aquel otro de líneas con frecuencia tortuosas y extrañas que todos ayudamos a trazar cuando nos cruzamos con los demás. Ese entramado que llamamos vida y que es tal vez el mejor ejemplo de lo que significa un dibujo




miércoles, 13 de julio de 2011

Los orígenes del grabado

Los orígenes del grabado, como ocurre con buena parte de las técnicas del Arte, se nos pierden inevitablemente en las profundas oscuridades de la prehistoria y logran incluso confundirse de una manera curiosa con el paciente y casi secreto oficio de la naturaleza. Ya en nuestras manos, en los trazos que las recorren, nos enfrentamos a una forma de grabado; lo mismo ocurre con las líneas que el tiempo insiste en imprimir en nuestros rostros. Grabar significa señalar una superficie, abrirla mediante una incisión, labrarla como una corriente de agua termina por marcar su trayecto sobre la roca o como el aire ardiente del desierto traza una y otra vez el sinuoso diseño de las dunas, que parecen ondular sobre la arena. Nuestro paso por la tierra también está documentado de una manera similar por los elementos. Hace alrededor de siete millones de años nuestros lejanos antepasados, expulsados de la confortable fragancia de los bosques por el rigor casi bíblico del clima seco, se aventuraron a la sabana y allí se irguieron y comenzaron por fin a caminar sobre sus pies, a grabar sus huellas sobre la tierra. Ahora sabemos que ese fue uno de los momentos primordiales en la evolución de la especie humana y lo sabemos en buena medida por un grabado, uno de los más valiosos y raros que alguna vez se hayan ejecutado. Durante el alba de un día incierto de hace unos tres millones y medio de años, una familia de australopitecos pasó por las faldas de un volcán cuyas cenizas aún frescas reposaban en el suelo, mojadas por la lluvia nocturna. Caminaron lentamente, sin afanes. Hoy, dentro de las huellas del padre se ven unas más pequeñas: al parecer el niño, dando zancadas, jugaba a seguir sus pasos. La madre iba detrás, tal vez divertida contemplando la escena. A sus espaldas se veían como un dibujo, como el esbozo del camino de toda una especie, las huellas grabadas sobre la ceniza fresca que luego el sol inclemente del país que hoy llamamos Tanzania secó hasta dejarla tan dura como el concreto. La obra quedó entonces concluida. Otro poco de ceniza volcánica y millones de años de polvo y tierra terminaron por sepultar esa evidencia que hace solo unas décadas emergió debido a las obstinadas excavaciones de los paleo antropólogos, para dejarnos leer otro fragmento de nuestra historia y para vincular definitivamente nuestros orígenes con los orígenes del grabado.

jueves, 7 de julio de 2011

Ajami

La peor deshonra es el miedo

Aunque lleva mucho tiempo recorriendo los círculos de la piratería, llega por fin a nuestras salas Ajani (2009), ópera prima de la dupla de de directores Yaron Shani y Scandar Copti. Llega precedida del alentador mérito de no haber ganado el Oscar: esa suerte de derrota es casi una garantía de que la cinta carece de la empalagosa sensiblería habitual de Hollywood reiteradamente premiada por la Academia. No obstante, esta coproducción germano-israelí es heredera del ritmo visual ágil, envolvente y por momentos frenético del cine americano. Y algo de eso es lo que la convierte en una gran película.


Ajani puede considerarse un la historia coral que se desarrolla a partir de las vivencias de varios personajes, sin embargo todos los hilos narrativos parecen orbitar en torno de dos de ellos. Omar y su pequeño hermano viven en el puerto palestino de Jaffa al sur de Tel Aviv, en el barrio de Ajami, un lugar donde convienen musulmanes como ellos, árabes cristianos y judíos. Semejante escenario, como es de esperarse, incuba intrigas casi Shakesperianas: Omar no puede acercarse a su novia cristiana y debe vender drogas para pagar una suerte de fianza que lo librará de la muerte que le ha sentenciado un ancestral clan (una pandilla) de delincuentes palestinos.


Al margen de los intríngulis religiosos, se trata de una realidad violenta y brutal similar a la que se vive en las favelas de Sao Pablo, en las calles de México, o en los barrios de invasión de cualquier ciudad colombiana. Algunos comparan Ajami con “Ciudad de Dios” y “Amores Perros”. Incluso la apariencia de las calles y el atuendo de la gente nos a hace sentir esas imágenes cercanas, casi propias. Y ni qué decir de los siniestros asesinatos a cargo de oscuros parrilleros de moto que traen a la mente esa figura tan nuestra del sicario.


“Quiero que la gente salga aturdida por mi filme” declaró Yaron Shaní en una entrevista para el País de España en 2010. Shaní es israelí y su compañero en la dirección, Scandar Copti, es un árabe cristiano criado en Ajami, hecho que añade un poco de sabor a las interpretaciones de la película. Ellos reconocen la violencia como “un estupendo material para hacer películas” y admiten, no podría ser de otra forma, la influencia en su obra del trabajo de Quentin Tarantino. En su narración fragmentada y frenética también hay mucho de González Iñarritu y de Guillermo Arriaga.


El cine israelí nos ha sorprendido en los últimos años con maravillas como El Árbol de Lima, Vals con Bashir y Beaufor, todas ellas candidatas al Oscar, por cierto; todas ellas mostrándonos perspectivas apasionadas y con cierta carga moral del conflicto entre Israel y Palestina, pero libres de militancias. Eso es posible y ya lo demostró Spielberg con Munich, en esa otra maravilla.


Un aspecto que nos acerca aún más la película, y que recuerda la técnica también empleada por Víctor Gaviria, son los actores. Shani y Scandar eligieron actores naturales, personas con una historia de vida similar a la de los personajes que les correspondía interpretar. Y en efecto en las fisonomías, en los ademanes y en el comportamiento de quienes vemos en la pantalla nos encontramos con seres reales, casi tangibles, a las que podríamos encontrar caminando en la calle. Si necesitas un policía, lo mejor es contratar a uno porque a sus espaldas ya lleva su propia historia y ante las cámaras se comportará como lo que es: un policía”, declara Shani.

Uno de los personajes más conmovedores de Ajami, y sobre quien pesa buena parte del dramatismo y la belleza de la película es Shata, el pequeño hermano de Omar, quien se resiste al mundo atroz que lo rodea e insiste en recrearlo en sus dibujos con el empecinamiento del cual solo es capaz un niño. Shata, aterrado, se convierte poco a poco en el ángel guardián de su temerario hermano quien enfrenta destino sin pensar en las consecuencias, olvidándose de todo y seguro de que en sus circunstancias la peor deshonra es el mied

Uno de los personajes más conmovedores de Ajami, y sobre quien pesa buena parte del dramatismo y la belleza de la película es Shata, el pequeño hermano de Omar, quien se resiste al mundo atroz que lo rodea e insiste en recrearlo en sus dibujos con el empecinamiento del cual solo es capaz un niño. Shata, aterrado, se convierte poco a poco en el ángel guardián de su temerario hermano, quien enfrenta su destino sin pensar en las consecuencias, olvidándose de todo y seguro de que en sus circunstancias la peor deshonra es el miedo.


Trailer con subtítulos en español