martes, 31 de enero de 2012

El último esperpento de Almodóvar

la piel que habito





La última película de Almodóvar,  una idiotez o una propuesta arriegada, depende del punto de vista. Pero ante todo, un esperpento.















En la campaña de promoción tanto los actores como él mismo hablaron de La Piel que habito como el proyecto más arriesgado y distinto de Pedro Almodóvar. Por supuesto, en una carrera que ajusta ya dieciocho largometrajes de tramas y personajes delirantes, tal descripción sembró una considerable expectativa. Llegaron las nominaciones: el Globo de oro, los Barfta, en fin. Pero la crítica, como es habitual, no se puso de acuerdo: una “obra de magistral factura, otra genialidad del manchego”, la llamaron los más predecibles. Carlos Boyero, crítico del diario español El País, la denominó con desdén como ‘una comedia bufa, una notable idiotez’. Los espectadores, a juzgar por lo que se lee en las redes sociales, experimentan un moderado entusiasmo. Pero en últimas aún persiste cierta cordial polémica acerca de qué es, a qué género pertenece este nuevo engendro. 


Se hablaba de un film de terror, aunque uno se atrevería a decir que no es precisamente miedo lo que inspira, en cierta oportunidad incluso nos depara alguna risa. Hay quienes ven en él un asomo de ciencia ficción y hasta de cine negro, pues además de la atmósfera no faltan uno o dos crímenes. Antonio Banderas fue más allá y declaró lúcidamente que “con Pedro no vale la pena hablar de géneros porque él mismo es un género y cada una de sus películas esta inmersa dentro de la burbuja que lo rodea”. 


La piel que habito, como es costumbre en Almodóvar, 
apeñusca innumerables referencias a la pintura, al cine y a la literatura: el Doctor Robert Ledgard, cirujano plástico, cree que la humanidad puede modificar su ADN y así tomar las riendas de su propia evolución para convertirse en una raza más fuerte. El tipo es una variación del Dr. Frankenstein, que como es bien sabido emula a la mítica figura de Prometeo. Ledgard además perdió a su mujer en un incendio por lo cual está obsesionado con crear una nueva piel sensible a las caricias pero resistente a cualquier agresión, incluso al fuego. Y parece lograrlo cuando de una manera oscura encuentra a Vera Cruz, en quien aplica su invento con paciencia, a lo largo de varios años. 


Vera se convierte en la creación minuciosa de Ledgard, que la idolatra como a una encarnación de su esposa, así como Galatea fue delicadamente modelada en marfil y amada por Pigmalión, aquel rey de Chipre del cual habló Ovidio en las Metamorfosis y Bernard Shaw popularizó aún más en esa famosa obra de teatro, que a su vez inspiró My Fair Lady, la comedia de George Cukor con Audrey Hepburn. De Hecho, la nueva piel se llama G.A.L y es elaborada a partir de piel de cerdo (Pig... malión). Ese argumento, lo ha reconocido el director, también está cortado con la misma tijera de Los ojos sin rostro, el clásico de misterio de George Franju en el que cierto cirujano rapta mujeres para robarles la piel y reconstruir el rostro de su propia hija. 


almodovarYa los psicólogos dirán si esa reverencia de Almodóvar por algunos íconos cinematográficos (o pictóricos, la Venus de Urbino, por ejemplo) no es en sí una manifestación de su propio pigmalionismo. En La piel que habito en todo caso es evidente la influencia de otro relato clásico cuyo protagonista padece de esa psicopatología: Vértigo. Allí un detective que no soporta las alturas, Scotie Ferguson, termina transformando a Judy en Madelayne, una mujer cuya muerte es el centro argumental del film. En El cine según Hitchcock Francois Truffout  asoció aquel personaje con la necrofilia. La misma asociación podríamos hacer ahora con Ledgard. 


En este punto, y luego de mencionar pieles artificiales, necrofilias, muertes y cambios extremos, hay que retornar la pregunta, irrelevante sin duda pero entretenida, de qué es La piel que habito. 


Hacia 1920 Ramón de Valle Inclán habló por primera vez de un género literario que pretendía deformar la realdad hasta llevarla a niveles que rayaran en lo grotesco para expresar de una manera más efectiva “el sentido trágico de la vida”. Lo llamó esperpento. Se trataba de una escritura expresionista con personajes distorsionados o extravagantes inmersos en realidades de pesadilla o absurdas con la muerte siempre presente, a la vuelta de la esquina. Esa también es una buena descripción de las películas de Almodóvar, que se resisten a mantenerse en los cánones de los géneros tradicionales y siempre parecen reclamar su bien merecido título de esperpentos.
Trailer


sábado, 28 de enero de 2012

4. Rembrandt van Rijn

Una paleta repleta de negros, marrones, ocres y rojos lacados


Pobre ánima, Retrato de Rembrand Van Rijn
                    Pobre ánima, retrato de Rembrandt van Rijn.

En un mundo que ha olvidado, o quiere olvidar, la noción de 'artista', no está demás recordar un poco a este artista verdadero y honesto.


El 8 de octubre de 1669, en medio de una lluvia helada que había dejado en los caños las últimas hojas de los tilos y los nogales, fue enterrado en una tumba sin nombre, en algún lugar incierto de la Westerkerk de Ámsterdam, un hombre del que ya nadie quería saber llamado Rembrandt Harmenszoon van Rinj


Solo unas décadas antes el prestigio de sus pinturas había sumado esplendor al llamado siglo de oro holandés, fecundo en comerciantes y marineros y en hombres de genio como Frans Hals, Jan Vermeer y Baruch Spinoza


Rembrandt, que tuvo siempre delirios de gran señor, fue sin embargo el más humilde obrero de la pintura, por lo menos hasta la llegada de Paul Cezanne, casi doscientos años después. En ese Ámsterdam oloroso a pimienta y a canela de las Molucas, a alquitrán, a queso y a cerveza, en ese puerto fragoroso cuyas calles veían perderse los pasos anónimos de René Descartes, el pequeño pelirrojo le dio una vida nueva a una tradición pictórica que aunque virtuosa conservaba aún la solemnidad del Renacimiento italiano.
En los cuadros de nadie hasta entonces las figuras habían logrado moverse con la naturalidad y la belleza cotidiana de la vida misma. En la torsión de una mano o en brillo tímido de una mirada encontraba el espíritu de cada personaje. Incluso si el personaje era él mismo.


Rembrandt emprendió desde muy joven un curioso estudio de la condición humana a partir de su propia imagen (estudio que reiniciaría mucho tiempo después Vincent van Gogh). Y sus gestos nos cuentan la historia de esa vida fastuosa ensombrecida siempre por las deudas y la muerte: Saskia, Hendrickje, Titus… 


Miguel Ángel trataba de encontrar sus figuras atrapadas en la piedra. Su trabajo, decía, no era otro que liberarlas y darlas a conocer al mundo. Rembrandt, cuya paleta abundaba en negros y marrones, en ocres y rojos lacados, imprimaba sus telas con tonos oscuros y comenzaba a buscar a sus personajes, a sí mismo, en esa oscuridad. Primero con algunas veladuras y luego, cuando ya eran reconocibles, con pinceladas gruesas y empastes. Y finalmente ese mundo veía la luz

sábado, 21 de enero de 2012

1. Esperando que la luz cambie a verde


Esperar a que la luz cambie a verde





Sobre la agitada vida de un peatón.

Charlie

A veces veo la gente cruzar la calle con esa desenvoltura y me pregunto por qué no soy capaz de hacer lo mismo: yo espero a que la luz cambie a verde. Punto. Eso hago yo. Pero los demás se tiran a esquivar los carros y pasan como si nada. Como si tuvieran un pacto de no agresión o como si no les importara, o no sé. Como si supieran que van a seguir viviendo, intactos. Una vez hace mucho tiempo quise ser así. Y empecé a metérmele a los carros. Un día  la calle estaba vacía, nada más se veía un carro lejos, muy lejos, era como un Jeep o un Campero;  y empecé un trotecito suave, aparentando confianza, como si estuviera seguro de que ese carro nunca fuera a llegar. La actitud de uno es muy importante, como con los perros, uno tiene que moverse como si no tuviera miedo. Y noté cuando ya estaba en media calle que el carro venía muy rápido, pero seguí mi trotecito,  así: suave, seguro. Y cuando ya estaba a punto de llegar al andén di un salto, muy seguro también, como si nada. Un saltico breve para llegar al andén. Y sentí  que el carro me rozó la camisa, le sentí la velocidad y el viento hasta alcanzó a  despeinarme  y un señor que estaba ahí me dijo: hombre ¿no te diste cuenta? casi te coge ese carro. Le vi el susto en la cara, estaba aterrado. Y  sonreí como si nada, no quise prestarle atención, él se me quedó mirando como con cara de estos muchachos son locos. Pero yo sí me di cuenta de qué había pasado: ese carro de verdad  estuvo a punto de levantarme. Y me lo imaginé, me gusta imaginarme esas cosas, me imaginé mi cuerpo volando varios metros, con todos los huesos quebrados y tirado luego en el pavimento caliente con el cráneo estrellado contra el piso. Me vi ahí, viviendo mi último segundo de conciencia sin entender nada, con el mundo dándome vueltas; uno debe oír un murmullo, pensé yo, el murmullo de la gente viéndolo a uno muerto. Me imaginé el tiempo que pasaría antes de que me recogieran y en mi casa supieran qué había pasado conmigo y mi cuerpo ya inservible por ahí guardado en una morgue. Me imaginé el frío.  Me imaginé a mi mamá y a mi tía llorando y a la gente que me conoce preguntando por mi. Me imaginé el carro, anónimo, siguiendo su camino como si nada y cumpliendo su fantasía oscura de matar algún día a alguien. Ese carro iba tan rápido y la calle estaba tan sola que en solo unos segundos la distancia lo hubiera absuelto de cualquier culpa y yo hubiera sido tal vez un recuerdo culposo pero también vago. Me imaginé cómo esa persona se acordaría de mí. En realidad iba tan rápido que sin duda tenía toda la intención  de matarme. No tenía nada qué perder: hubiera sido mi culpa por no esperar. Siempre he pensado que el mundo está lleno de personas a las que no les queda otro remedio que portarse bien, pero que en secreto aguardan su oportunidad de aplastarte con el tacón del zapato,  o con lo que sea, como a un  vicho. Siempre que pienso en eso me sube un frio por el estómago. Por eso mejor espero. Decidí que iba a esperar así me vea ridículo. Y veo a la gente cruzar. Pero me gustaría tener la determinación, como ese día, de pasar la calle sin temores. A veces me pregunto también  cuántas  cosas de la vida  habré terminado haciendo de la misma forma que cruzo la calle: ir a pedir un trabajo, reclamar en el restaurante cuando la sopa esta fría, comer: como con cuidado, como analizando cada cucharada. Yo soy de esos tipos que más bien esperan. Y no siempre es por prudencia, la verdad, muchos creen que soy prudente, pero la mayoría de veces es que prefiero no tener problemas. Por eso digo. Con las mujeres también soy así.  Y me angustia porque creo que hacerle el amor a una mujer es como cruzar la calle con el semáforo en rojo: se necesita la misma imprudencia y la misma sabiduría, se necesita la misma ambición,  el mismo carácter animal y salvaje. Y no solo hacerle el amor, el solo hecho de  acercarse. Hay  hombres  que ven una mujer y de una le van diciendo cosas y la miran, la hacen reír. Pero yo no, yo me comporto con la misma prudencia con la que cruzo la calle. Nunca miro mucho a una mujer cuando me gusta, no mucho. Y si la miro es como si cualquier cosa. No me gusta dejar que descubra nada. De pronto por eso solo he conocido bien a una mujer en mi vida, solo una.  Podría parecer mentira, pero no. En las conversaciones trato de aparentar que he conocido muchas pero todo lo que sé lo sé por una sola. Y me refiero a cada situación con ella como si se tratara de mujeres distintas… Y funciona, hay quienes hasta me creen un mujeriego. Yo les sigo la corriente. Y es que he ido dividiendo a esa mujer en tantas que en mi mente ya no es la misma persona: una es la que besé por primera vez y otra  la mujer con la que terminé tantas veces, de hecho cada ruptura me parece ahora que fue con una distinta. Con un amor distinto. Sin darme cuenta fui multiplicando esa experiencia… Pero... No sé… No sé por qué terminé hablando de esto… Creo que fue por lo de las calles, 
sí claro, fue por eso.

domingo, 15 de enero de 2012

Brevísima Historia de los Robots (III)

¡Oh, dioses! Si podéis concederlo todo...


brevisima historia de los robots2


Tercera entrada dedicada a la historia de los robots,  figuras presentes en el mito y en la ciencia. 


































































































Fuentes: 


Diccionario de los motivos de la Literatura Universal, Elizabeth Franzen. 


El Gólem, Gustavo Meyrink 


Enciclopedia de las cosas que nunca existieron, Michel Page 


Enciclopedia Judaica.
Cuando el ama de casa empuña la aspiradora o activa el mando de su ayudante de cocina pasa por alto, afortunadamente, que ambos aparatos son el resultado de viejas de obsesiones. En primer lugar la obsesión, o tal vez habría que decir el instinto, que nos impulsó desde el alba de los días a construir herramientas para facilitarnos el arduo ejercicio de la supervivencia (instinto que de hecho ayudó a dar forma a nuestra especie). Y en segundo lugar la necesidad de descifrar los arcanos de la vida creando de manera artificial a un ser humano. 


 A lo largo de los tiempos ambas obsesiones se han manifestado de maneras abrumadoras o que rayan en lo atroz como la esclavitud ha y el progreso técnico. Y han contado así mismo con innumerables tentativas por satisfacerlas tanto en la realidad como en la imaginación. Una muestra de ello nos la da Aristóteles en la Política cuando con sus palabras parece querer fundir el mito con el adelanto técnico de su época: si cada uno de los instrumentos pudiera realizar por sí mismo el trabajo, cuando recibiera órdenes, o al preverlas, y como cuentan de las estatuas de dédalo o de los trípodes de Hefestos, de los que dice el poeta que ‘entraban por sí solos en la asamblea de los dioses.”


Aristóteles mencionas dos casos ilustrativos pero insuficientes para dar cuenta del frenesí que ha impulsado a inventores, químicos y magos para crear un hombre artificial. Ovidio en Las Metamorfosis nos ofrece la historia de Pigmalión, rey de Chipre, quien con sus manos moldeó en marfil una mujer tan hermosa que terminó enamorándose de ella. Pigmalión ruega a la diosa Afrodita para que le infunda vida a su estatua: ¡Oh, dioses! Si podéis concederlo todo, yo os suplico que mi esposa se asemeje a la doncella de marfil… De regreso a casa el afortunado Pigmalión, cuyo nombre además sirve para nombrar cierta aberración sexual que no viene al caso, toca a la estatua y lentamente descubre (el sutil erotismo de la descripción es típico de Ovidio) que su cuerpo esta tibio y ha cobrado vida. 


Brevísima historia de los robots3
Gigantes mecánicos


Dédalo, el gran arquitecto e inventor griego, llegó a construir según cuenta platón, figuras móviles tan inquietas que era preciso amarrarlas para evitar que escaparan. Esos portentos lo asemejaban al gran dios deforme Hefestos (Vulcano, según los romanos) de quien nos cuenta Homero en la Ilíada era servido por doncellas de oro provistas de conocimiento y sabiduría, y quien construyó para el rey Minos de Creta un gigante de bronce llamado Talos que muere cuando los argonautas logran cerrar su sistema arterial, provocando de esa forma su desangramiento.


También el poeta griego Píndaro habla en su séptima Oda Olímpica de estatuas móviles que inquietan las calles de Rodas y Creta: Las figuras animadas se encuentran adornando todas las vías públicas. Y parecen alentar la piedra, o mover sus pies de mármol. Sin embargo, esas creaciones fabulosas no solo viven en el ámbito de la imaginación: el físico y matemático griego Herón de Alejandría (Siglo II A.C), famoso por la invención de numerosas máquinas y autómatas, construyó pájaros mecánicos que volaban, bebían y… cumplían con otras necesidades propias de las aves y los animales en general. Además Herón construyó un teatro con autómatas que simulaban La danza de las Bacantes. 


Los antiguos egipcios consultaban estatuas proféticas que contestaban a las preguntas inclinando la cabeza o moviendo un brazo: se suponía que la fuerza de Thor, dios egipcio de la sabiduría, impulsaba esos movimientos, pero hoy sabemos que quienes los impulsaban eran simples sacerdotes. Esas estatuas sin embargo están emparentadas con las figuras oraculares de las que nos habla la Biblia llamadas Terafim. Dichas figuras eran cabezas momificadas cubiertas con una chapa de oro, consultadas antes de iniciar una empresa importante. 

Del Gólem a Frankenstein


 En la Baja Edad Media el médico y alquimista holandés Philp Theophrast von Hhenheim, conocido como Paracelso (1493-1591), encontró la forma de hacer el homúnculus. Según él era normal que un hombre creara un hombre sin la ayuda del vientre de una mujer. Su método para crear el homúnculus consistía en poner el semen putrefacto de un hombre en una retorta de alambique junto con una porción de estiércol de caballa igualmente putrefacto. La mezcla se dejaba reposar durante cuarenta días o hasta que diera señales de vida, momento en el cual ya podía ser considerada como algo semejante al ser humano. Luego era preciso alimentarla todos los días con una buena cantidad de sangre humana y mantenerla caliente y reposada con un poco más de estiércol de caballo para que al cabo de unos meses se convirtiera en un bebé sano y fuerte.


Similar a la del homúnculos, pero mucho más mística es la leyenda del Gólem. Según el Talmud Rabbah creó un hombre y lo envió a Rabí Zera, quien le dirigió una palabra pero no recibió respuesta, por lo cual le dijo: ¿Eres una criatura de los magos? Vuelve a ser polvo (Sanh. 65b) Gólem significa materia informe, algo incompleto o no formado por entero, como una aguja sin ojo, o una mujer sin concebir (Sanhedrín, 22b). 


En 1580 Rabí Löw de Praga construyó un gólem. Junto con sus dos ayudantes tomó arcilla de las orillas del río Moldáu y moldeó un hombre. Uno de los ayudantes trazó, de derecha a izquierda, siete círculos alrededor de la figura; el otro hizo lo mismo en el sentido contrario. Mientras trazaban los círculos ambos pronunciaban encantamientos: El gólem brilló como si tuviera fuego. Entonces Rabí Löw pronunció otro encantamiento y el fuego se extinguió, la figura comenzó a despedir vapor mientras le brotaba cabello y uñas. Rabí Löw trazó siete círculos alrededor del gólem y junto con sus ayudantes recitó el versículo del capítulo II del Génesis: Formó pues, Jheová Dios al hombre del polvo de la tierra, y alentó en su nariz soplo de vida; y fue el hombre en alma viviente. Luego al gólem le fue introducido un papel en el cual iba escrito El Nombre de Dios. El gólem abrió los ojos y cobró vida, y fue utilizado como esclavo durante los día hábiles y puesto en reposo los sábados. Cierto viernes Rabí Löw olvidó retirar el nombre de la boca del gólem y este enloqueció y sembró el terror en el Ghetto. 


La leyenda del gólem no dista mucho de la que dos siglos después popularizara Mary Shelley en su novela Frankenstein, solo que a diferencia del Rabí Löw, el doctor Frankenstein se valía de la ciencia y la técnica para arrebatar el poder de la vida a Dios ( el título completo de la obra es  Frankenstein o el Prometeo moderno). La creación del hombre por el hombre comenzaba a excluir a las fuerzas divinas. Hasta la novela de Shelley un conocimiento tan secreto e indescifrable como la creación de la vida emanaba de Dios, desde entonces se convirtió en una posibilidad para los hombre. Y esa posibilidad degeneró en pesadilla.



martes, 10 de enero de 2012

Napú (Primera parte)


Diario de viaje a un lugar solitario y hermoso en el siempre olvidado Chocó
Camilo y Chipuco
Mis amigos Camilo y Chipuco





En el chocó, justo en la antesala del Tapón del Darién, hay un sitio con dos cascadas y tres playas libres de los detestables turistas. 























Toto me lo había repetido en varias ocasiones: voy a estar en Napú, tu verás si caes, el viaje no dura sino unas diez o doce horitas… ¿Napú? En fin… sí, tengo que ir un día de estos, Toto, decía yo como por decir. Pero este fin de año no sé qué pasó: Juan, voy para Napú, etc… Ok, yo voy. Estaba buscando un lugar solitario, lejano y agreste donde pasar el fin de año… 


Juan, te recomiendo llevar una cometa, no te vas a arrepentir. Ok ¿Pero dónde iba a encontrar una cometa sin ser temporada? Yo nunca fui un constructor competente de cometas. Tomé las páginas amarillas. El almacén más cercano quedaba en el centro, en el Pasaje de los libros… Cerrado ¿Sabe a qué horas abren? Le pregunté a un librero vecino. No sabía pero hablamos un rato del viejo oficio de hacer cometas. De niño uno se iba hasta la orilla del río por las varillas y luego asaltaba el ropero de una tía para conseguir los trapos viejos con que hacer la cola. Buenos recuerdos, pero yo seguía sin cometa. 


 Llamé a otros tres sitios pero nunca contestaron. Al final encontré un lugar: la Casa de las cometas. Quedaba en algún lugar de Villa Hermosa. Luego de más de media hora en un taxi buscando por callecitas estrechas y empinadas, llegué. ¿Cómo supo de la Casa de las cometas el amigo? Me preguntó un hombre rubio y bajito ¿Por Feisbum? No, por las páginas amarillas. Me preguntó que tipo de cometa quería. No sé, una normal. Ignoro lo que el tipo entiende por normal: trajo dos cometas enormes. A una la llamaba el avión y a la otra la cobra. Cada una medía dos metros de alto por noventa centímetros de ancho; con la cola alcanzaban los doce metros. Le recomiendo la cobra, dijo. Esa era la más cara. ¿No tiene algo un poco más pequeño, más … normal? No. Ok. 


II 


El tipo que iba a mi lado en el bus peleó con su mujer toda la noche por celular, su llanto no me dejó dormir. Viajé de noche bajo una lluvia menuda y llegué a Turbo luego de ocho horas tortuosas. A las ocho de la mañana el calor ya lo envolvía a uno como un vaho tibio y espeso. 


El Waffe, nombre con el cual es conocido el puerto, ya sonaba a vallenato y reguetón y estaba repleto: vendedores de pescado, de lentes oscuros, de mango, de tiquetes... En fin; gente que había llegado a Turbo a hacer el mercado o alguna visita y ahora esperba regresar a sus casa Atrato arriba... Y turistas: de Medellín y Bogotá especialmente, algunos de Montería, un puñado de gringos y otro de holandeses. 


Pero en realidad el sitio no estaba tan atestado como de costumbre a fin de año: el invierno amedrentó a la mayoría viajeros. Hay mar de leva, se oía decir por todas partes. ¿Tu para dónde vas? Me preguntó alguien. Para Napú. Eeerda, no te van a queré llevá porque hay maretas. Averigüé en todas partes: en efecto nadie me quería llevar por temor a que las olas volcaran la panga cerca de la playa. En Napú no hay muelle. La única solución es que te vayas hasta San Francisco y desde allá camines por la playa hasta Napú, sería como una horita caminando, me dijo un vendedor de tiquetes. La magnitud de mi mochila me puso a pensar, pero a esas alturas ya me daba igual, así que separé mi cupo y me senté a beber cerveza y a aguardar mi panga. 


III 


Lentamente la panga fue dejando atrás el puerto y toda esa infinidad de embarcaciones abandonadas, con el vientre carcomido por el salitre y el cagajón de las gaviotas. En las orillas, casitas de madera y niñitos barrigones navegando sobre enormes rectángulos de icopor. A ratos, entre las nubes espesas y tristes, se asomaba un sol amenazante y blanco que parecía comiéndotendote la piel a mordiscos.


A la altura del puesto náutico del ejército una panga que regresaba de Acandí se detuvo cerca. Ha llovido seguido los últimos cuatro días, dijo un tipo con acento bogotano, prepárense para quedarse encerrados. Todo el mundo lo miró como un culo. Pero entre más avanzábamos peor se veía el cielo. Tenía un aspecto mortecino, horrible. 


Había mar de leva en efecto, de lo cual dieron fe los innumerables traseros a bordo de la panga: durante las dos horas que duró el viaje, la pequeña embarcación no dejó de saltar azarosamente sobre las enormes olas de agua turbia y espumosa que se deslizaban apacibles pero veloces a lo largo del golfo. 


Llegamos a San Pacho. Se bajaron unos cuanto pasajeros, el resto iban para Sapzurro o Triganá. Yo no hice amago de bajarme. Una mujer le pidió permiso al panguero para ir a orinar. El tipo no tuvo problema. Yo me le acerqué. Aquí esta bonito el mar, me dijo. Si, verdecito, le respondí. Era un hombre amable. Tu te bajas aquí, me dijo. No, yo voy para Napú. Pero a mi me dijeron que te dejara aquí y que tu te ibas caminando. Sí, pero ¿usted por qué no me lleva de una vez a Napú, loco? Le dije con mi cara de angustia más convincente. Tu sabej que allá hay maretas, me dijo… pero ejta bien, yo te llevo. Así de simple. 


IV


Llegajte, mi hejmano, me gritó el panguero, que trató de acercarse a la playa lo más que pudo. La panga se estremecía con las olas. Bájate rápido que se voltea ejta vaina, dijo el hombre, alarmado. Yo levanté mi mochila, envuelta juiciosamente en bolsas de plástico, me quité los tenis  y me tiré. 


El agua me daba al cuello; sentí las piedras inclementes punsándome los pies a cada paso. Los pasajeros de la panga miraban desconcertados como si no pudieran creer que alguien quisiera quedarse allí: delante de ellos se extendía la playa como una franja infinita custodiada por una pradera enorme salpicada de caballos y vacas y con tres o cuatro casitas de madera desperdigadas. Mucho más atrás una hilera de montañas robustas, la antesala al Tapón del Darien. Cómo se llama este sitio, preguntó una mujer. Eso es Napú, respondió el panguero.



miércoles, 4 de enero de 2012

lecturas de vacaciones (II)




Dos escritores que en vida cultivaron, queriéndolo o no, ese aburrido título de 'trangresor'. Como es típico, la muerte les ha sentado muy bien.

Cartas a un joven disidente, Christopher Hitchens

Me da cierta incomodidad reconocer que vine a leer al tipo justo porque se murió… Pero así fue. Como dije antes, no me siento especialmente atraído por las celebridades y mucho menos por aquellas con aire de niño terrible. El caso es que había visto algunos videos en los que Hitchens hacía de entrevistador y otros en los que hacía de entrevistado. En todos se mostraba como un conversador amable e inteligente y yo me preguntaba si así de amenos serían sus libros. Decidí empezar con estas cartas escritas, como es obvio, según el modelo del célebre libro de Rilke.

No me sentí defraudado: dueño de una erudición profunda, Hitchens escribe con la calidez y, creo que hasta se  podría decir, con el cariño de un viejo amigo. Se siente uno frente a un escritor que en realidad quiere compartir algo con sus lectores, muy por el contrario del  típico intelectual europeo arrogante que  se esconde detrás de un montón de conocimientos oscuros.

Como era de esperarse, Hitchens no  presume demasiado de su condición de disidente, ni de intelectual (aunque su ego esta presente en cada palabra), más bien recuerda el deber que tiene cualquier persona que se precie de un mínimo de lucidez de poner en duda las verdades que el mundo termina por validar y convertir en dogma. Y por supuesto llama al lector a dudar de  él mismo (del autor). Y lo dice de manera sincera, sin ningún asomo de pose.


Un apartado (una de las cartas) del libro que me llamó particularmente la atención fue  aquel en el que  advierte sobre los peligros de la risa como método de subversión: en un mundo con mentalidad infantil, acaso adolescente,  la regla es burlarse de todo. La risa nos hace sentir poderosos y pertenecientes a algo (al bando de los que sí entendieron el chiste, por lo menos) Pero en con frecuencia esas burlas y esas risas subversivas revelan la profunda debilidad de quien las profiere. Revelan la desnudez de alguien que incapaz de esgrimir argumentos sólidos apela a la simple y efectiva puñalada.


Los detectives salvajes, Roberto Bolaño

Escuché hablar por primera vez de Roberto Bolaño hace ya más de una década. Muy pronto ese nombre se volvió recurrente, casi un lugar común,  y en toda conversación con aspiraciones literarias alguien lo mencionaba con aire de suficiencia. Ese era el tipo que había que leer. Por entonces yo experimentaba una suerte de embeleco con la novela negra y hasta cierto punto con la novela policiaca. Devoraba con avidez todo aquello que involucrara una ciudad, crímenes, investigadores y tramas retorcidas. Estaba fascinado con Raymond Chandler, Dashiell Hammett, Chester Himes, Cornell Woolrich, Rex Stout, James Ellroy, Vásquez Montalban… En fin, me había convertido en un freak del género. En medio de esas circunstancias supe de la existencia de Los Detectives Salvajes… y solo con el título quedé atónito, lo cual naturalmente me revela como un fetichista sin remedio.

El caso es que la novela contaba con una contraindicación para mí. Desde muy joven sentí  un  notable desgano por aquellos libros y autores que el canon de la actualidad dice que deben leerse  so pena de pasar por ignorante. Creo haber superado ya ese prejuicio, pero aún se me ocurre que en  nuestros días  debe haber algo malo, o por lo menos sospechoso, con un libro que se vende copiosamente… Y Los detectives salvajes era uno de esos… 
En una actitud por lo menos tan estúpida y esnob como la de quien siempre posa de estar actualizadísimo en cuestiones literarias, yo sentía una vergüenza moderada al  admitir que había leído a algún autor del momento. Aun así inicié la lectura de la copiosa novela. Pero no sé qué pasó: al cabo de unas doscientas páginas la abandoné… Un tiempo después leí  La literatura nazi en América Latina y me di otra oportunidad con Bolaño, pero “los detectives” siguieron ahí, inconclusos.

Este diciembre sin embargo empecé de nuevo  desde la primera página. Y luego de varias tardes  terminé por fin. Terminé físicamente exhausto, con una especie de temblor leve en las manos. Ya quisiera yo contar con la erudición y el criterio para comprender la razón por la cual muchos la han encumbrado al trono de la nueva gran novela latinoamericana. No me cabe duda eso sí de que las ‘grandes’ obras  del arte en nuestros tiempos son con frecuencia el producto del capricho de unos cuantos personajes influyentes que terminan por imponer su opinión sobre el resto. Y supongo que en el fondo no hay nada malo con eso.

Más allá de las valoraciones, Los detectives Salvajes se me antojó, como toda buena novela, que sin duda lo es, un viaje. Y como en todo buen viaje me aburrí terriblemente en ciertos pasajes, tanto como para preguntarme si no debería abandonarla de nuevo. Por momentos encontré desagradables a Belano y a Lima, de la misma forma en que uno reniega en algunos trayectos de sus compañeros de viaje. Y me sentí agobiado con esa multiplicidad de personajes que aquí y allá le restaban intensidad al relato. Se me llegó a ocurrir, con la potestad que me da mi condición de lector anónimo, que, de haber sido el editor, algunos de esos monólogos habrían desaparecido. Claro, admito que en ese juicio tan atrevido interviene mi ignorancia, y que Enrique Vila Matas lleva razón cuando propone ese acervo de voces como uno de los tributos más importantes al idioma español en mucho tiempo.

He mencionado tantas veces la palabra viaje que no haré mucho énfasis en la emoción que me produjo la tercera parte del libro: la travesía por los desiertos de Sonora con las imágenes de ese México ardiente y primitivo, me parecieron el mejor momento de la obra, la suma de su verdadero carácter de libro de viajes o de road movie. Un viaje tan profundo a las entrañas de esa cultura como el del gringo viejo de Carlos Fuentes o como el del Malcolm Lowry.

Terminé el libro cansado como dije y con los días se me ha ido metiendo en el pecho un poco de nostalgia por la suerte de Cesaria Tinajero. Y me he descubierto extrañando un la voz de García Madero. Por lo demás debo aguardar a que el recuerdo de  la lectura repose un poco…

martes, 3 de enero de 2012

Lecturas de vacaciones (I)





A pesar del extrema emotividad y del bullicio, diciembre es con frecuencia el mejor mes del año para la lectura.


Creía que mi padre era Dios, Paul Auster

Llevaba un tiempo buscando un buen libro de cuentos, uno que me dejara boquiabierto. Y en esa búsqueda  me encontré nuevamente con Paul Auster, por quien había dejado de interesarme hacía rato. Este libro es, al mismo tiempo que gran literatura, una buena muestra de cómo ocurre el arte en estos tiempos:  Auster fue invitado por un programa de radio a escribir cuentos breves para leeros durante la emisión al aire. Al tipo no le pareció buena idea tener que cumplir con esa ‘hora de cierre’ pero su esposa le sugirió que no escribiera él los relatos, que invitara a los oyentes a hacerlo. Y así fue. La respuesta del público fue bastante aceptable.  

De todos los rincones de los Estados Unidos recibieron cerca de cuatro mil historias de las cuales 156 integran el volumen, publicado en 2001.
Las historias comparten la virtud de la sencillez, no hay una gran técnica literaria, como era de esperarse: esa es una de las virtudes. En cambio, uno se encuentra con el poder pleno de la palabra, sin artificios, y de esas historias que nos han ocurrido a todos: casualidades asombrosas que rayan en lo sobrenatural, recuerdos emotivos que terminan por regir una vida, encuentros, muertes, ensoñaciones absurdas. Auster funge como editor de esa inesperada historia de la vida cotidiana de un país: una gallina que sabe tocar la puerta, la pérdida de un sobrero, una existencia marcada por la aparición de un neumático… En fin, un libro delicioso.


Estupor y temblores, Amélie Nothomb

Estupor y Temblores es un certero golpe en los testículos para aquellos que de una manera absurda y frívola se han dedicado a idealizar esa cultura oriental altísimamente sofisticada y eficiente en el arte de la supervivencia. Una cultura que  se nos ha tratado de vender, o más bien, de inocular,  disfrazada de literatura sapiencial  y que preconiza la resignación y el sometimiento como garantía para el éxito en los textos casi siempre lamentables de tipos como Og Mandino y Depak Chopra. 

En lo personal he tenido la oportunidad de escuchar adefesios tales como que ‘en oriente la gente vive más feliz’ o que allí  ‘el tiempo transcurre de una manera diferente’, solo por mencionar dos ejemplos y sabiendo que la televisión y la prensa nos regalan diariamente con ejemplos del furor orientalista que vive nuestra época… Hay que admitir que esas ensoñaciones son en efecto típicas de la mente occidental tan dispuesta a improvisar ídolos y modelos de comportamiento en todas partes. Pero lo cierto es que Oriente, y especialmente Japón, con todo su misterio secular y su sabiduría, es a su manera una máquina dispuesta para la alienación y para  horrores cotidianos tan abominables como los que  se viven en el resto del planeta. 

La novela de Nothomb, reconocidamente autobiográfica y escrita de una manera ágil y llena de buen sentido del humor,  transcurre en  Japón a principios de la década de los 90 y cuenta la historia de Amélie, una mujer belga de 22 años que  vive en Tokio y consigue trabajo en Yumimoto, una  gran compañía  mundial. Allí se enfrenta en primer lugar al casi explícito menosprecio japonés por los extranjeros y por las mujeres. Y se encuentra además con el férreo sistema  de jerarquías que rigen las empresas en ese país y con la ética y la moral, a ratos absurda,  que ese sistema ha impuesto.

Amélie termina desempeñándose en todo tipo de cargos sin sentido por voluntad de su superiora directa, con quien  a lo largo de la novela termina estableciendo una cierta relación perversa  aunque totalmente aséptica. Para ella, y para todos los empleados de la compañía, la única alternativa es la misma obediencia servil e irreflexiva del súbdito, que debía presentarse ante el emperador con ‘estupor y temblores’. Ante todo debe prevalecer el bienestar de la compañía. En Japón, concluye con resignación la protagonista, la existencia es la empresa.