martes, 10 de enero de 2012

Napú (Primera parte)


Diario de viaje a un lugar solitario y hermoso en el siempre olvidado Chocó
Camilo y Chipuco
Mis amigos Camilo y Chipuco





En el chocó, justo en la antesala del Tapón del Darién, hay un sitio con dos cascadas y tres playas libres de los detestables turistas. 























Toto me lo había repetido en varias ocasiones: voy a estar en Napú, tu verás si caes, el viaje no dura sino unas diez o doce horitas… ¿Napú? En fin… sí, tengo que ir un día de estos, Toto, decía yo como por decir. Pero este fin de año no sé qué pasó: Juan, voy para Napú, etc… Ok, yo voy. Estaba buscando un lugar solitario, lejano y agreste donde pasar el fin de año… 


Juan, te recomiendo llevar una cometa, no te vas a arrepentir. Ok ¿Pero dónde iba a encontrar una cometa sin ser temporada? Yo nunca fui un constructor competente de cometas. Tomé las páginas amarillas. El almacén más cercano quedaba en el centro, en el Pasaje de los libros… Cerrado ¿Sabe a qué horas abren? Le pregunté a un librero vecino. No sabía pero hablamos un rato del viejo oficio de hacer cometas. De niño uno se iba hasta la orilla del río por las varillas y luego asaltaba el ropero de una tía para conseguir los trapos viejos con que hacer la cola. Buenos recuerdos, pero yo seguía sin cometa. 


 Llamé a otros tres sitios pero nunca contestaron. Al final encontré un lugar: la Casa de las cometas. Quedaba en algún lugar de Villa Hermosa. Luego de más de media hora en un taxi buscando por callecitas estrechas y empinadas, llegué. ¿Cómo supo de la Casa de las cometas el amigo? Me preguntó un hombre rubio y bajito ¿Por Feisbum? No, por las páginas amarillas. Me preguntó que tipo de cometa quería. No sé, una normal. Ignoro lo que el tipo entiende por normal: trajo dos cometas enormes. A una la llamaba el avión y a la otra la cobra. Cada una medía dos metros de alto por noventa centímetros de ancho; con la cola alcanzaban los doce metros. Le recomiendo la cobra, dijo. Esa era la más cara. ¿No tiene algo un poco más pequeño, más … normal? No. Ok. 


II 


El tipo que iba a mi lado en el bus peleó con su mujer toda la noche por celular, su llanto no me dejó dormir. Viajé de noche bajo una lluvia menuda y llegué a Turbo luego de ocho horas tortuosas. A las ocho de la mañana el calor ya lo envolvía a uno como un vaho tibio y espeso. 


El Waffe, nombre con el cual es conocido el puerto, ya sonaba a vallenato y reguetón y estaba repleto: vendedores de pescado, de lentes oscuros, de mango, de tiquetes... En fin; gente que había llegado a Turbo a hacer el mercado o alguna visita y ahora esperba regresar a sus casa Atrato arriba... Y turistas: de Medellín y Bogotá especialmente, algunos de Montería, un puñado de gringos y otro de holandeses. 


Pero en realidad el sitio no estaba tan atestado como de costumbre a fin de año: el invierno amedrentó a la mayoría viajeros. Hay mar de leva, se oía decir por todas partes. ¿Tu para dónde vas? Me preguntó alguien. Para Napú. Eeerda, no te van a queré llevá porque hay maretas. Averigüé en todas partes: en efecto nadie me quería llevar por temor a que las olas volcaran la panga cerca de la playa. En Napú no hay muelle. La única solución es que te vayas hasta San Francisco y desde allá camines por la playa hasta Napú, sería como una horita caminando, me dijo un vendedor de tiquetes. La magnitud de mi mochila me puso a pensar, pero a esas alturas ya me daba igual, así que separé mi cupo y me senté a beber cerveza y a aguardar mi panga. 


III 


Lentamente la panga fue dejando atrás el puerto y toda esa infinidad de embarcaciones abandonadas, con el vientre carcomido por el salitre y el cagajón de las gaviotas. En las orillas, casitas de madera y niñitos barrigones navegando sobre enormes rectángulos de icopor. A ratos, entre las nubes espesas y tristes, se asomaba un sol amenazante y blanco que parecía comiéndotendote la piel a mordiscos.


A la altura del puesto náutico del ejército una panga que regresaba de Acandí se detuvo cerca. Ha llovido seguido los últimos cuatro días, dijo un tipo con acento bogotano, prepárense para quedarse encerrados. Todo el mundo lo miró como un culo. Pero entre más avanzábamos peor se veía el cielo. Tenía un aspecto mortecino, horrible. 


Había mar de leva en efecto, de lo cual dieron fe los innumerables traseros a bordo de la panga: durante las dos horas que duró el viaje, la pequeña embarcación no dejó de saltar azarosamente sobre las enormes olas de agua turbia y espumosa que se deslizaban apacibles pero veloces a lo largo del golfo. 


Llegamos a San Pacho. Se bajaron unos cuanto pasajeros, el resto iban para Sapzurro o Triganá. Yo no hice amago de bajarme. Una mujer le pidió permiso al panguero para ir a orinar. El tipo no tuvo problema. Yo me le acerqué. Aquí esta bonito el mar, me dijo. Si, verdecito, le respondí. Era un hombre amable. Tu te bajas aquí, me dijo. No, yo voy para Napú. Pero a mi me dijeron que te dejara aquí y que tu te ibas caminando. Sí, pero ¿usted por qué no me lleva de una vez a Napú, loco? Le dije con mi cara de angustia más convincente. Tu sabej que allá hay maretas, me dijo… pero ejta bien, yo te llevo. Así de simple. 


IV


Llegajte, mi hejmano, me gritó el panguero, que trató de acercarse a la playa lo más que pudo. La panga se estremecía con las olas. Bájate rápido que se voltea ejta vaina, dijo el hombre, alarmado. Yo levanté mi mochila, envuelta juiciosamente en bolsas de plástico, me quité los tenis  y me tiré. 


El agua me daba al cuello; sentí las piedras inclementes punsándome los pies a cada paso. Los pasajeros de la panga miraban desconcertados como si no pudieran creer que alguien quisiera quedarse allí: delante de ellos se extendía la playa como una franja infinita custodiada por una pradera enorme salpicada de caballos y vacas y con tres o cuatro casitas de madera desperdigadas. Mucho más atrás una hilera de montañas robustas, la antesala al Tapón del Darien. Cómo se llama este sitio, preguntó una mujer. Eso es Napú, respondió el panguero.



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