domingo, 24 de junio de 2012

Cabo de Buena Esperanza (I)

Páginas de un diario de viajes
Cabo de buena esperanza I
Panorámica de Ciudad del Cabo desde Table Mountain

Fragmentos de un viaje desde Ciudad del cabo hasta Cabo de Buena Esperanza, uno de los confines del mundo.


El teléfono sonó a eso de las seis de la mañana. Wake up call, wake up call, dijo una vocecita al otro lado de la línea. Ok, gracias. Afuera caía un aguacero a plomo y en el puerto la nablina había devorado por completo los incontables barcos y yates. La ciudad entera parecía un refrigerador.  En la garganta la sensación de haber  bebido un puñado de arena. Traté de recordar qué día era… ¿Lunes? No ¿Viernes? Ni idea. Cerré los ojos de nuevo y oí por un instante  la algarabía y la canción de Fleetwodmac: Can you hear me calling out your name, you know that i’m falling etc, etc… Vi el dúo de hippies cincuentones tocándola allá al frente. Me vi brincando y derramando mi vaso de cerveza Guines sobre los hombros y las tetas descomunales de esa rubia… un sentimiento ligeramente parecido a la vergüenza se me metió en el pecho. It’s ok, había dicho ella con una sonrisa complaciente y hermosa.  

Sonó el teléfono de nuevo. Era Calvin. No recuerdo su apellido. Lo habíamos conocido alguna madrugada; fue el único taxista que sabía dónde llevarnos a comer a esa hora ¿Qué quieren? ¿ Do you like KFC, guys? Se oyó como a una promesa del Paraíso…. Hi, Juan, dijo esa mañana con su voz pastosa y aguda a través de la bocina. Are we ready? Ya bajo, Calvin. Colgué.

Tocaron la puerta. Era José. ¿Usté qué? ¿Va para Robben Island? El clima era atroz, por lo menos para alguien del trópico: unos cinco grados. Me habían advertido sobre Robben Island: hay marea alta, no van a dejar viajar a nadie.  Pasé por el restaurante, desayuné una taza de café con  tostadas, jamón y queso;  guardé dos manzanas en mi mochila. En la recepción del hotel mis demás compañeros de viaje hacían votos para que escampara. Quihubo ¿Vamos para Robben Island? No. Allí estaba Jack ¿Hablaste con calvin? Sí. Ok, vamos. Nos alcanzó José: ¿Ustedes para dónde es que van? Cabo de Buena Esperanza. ¿Y allá qué dan de bueno? No dijimos nada. Yo mejor me voy con ustedes, muchachos…Ok.

Nos subimos al taxi.  Where is your hat, Juan?  Dijo Calvin. Ignoro por qué decidí dejar mi sombrero. I like your hat. Ok…  Avanzamos en medio de la lluvia buscando lentamente el sur. Cerca de dos horas de viaje nos separaban de nuestro destino. A través de las ventanillas Ciudad del Cabo se veía pulcra y minuciosamente organizada con su mezcla de arquitectura holandesa y musulmana. De hecho nunca logré conciliar esa imagen con la reputación  de ser una de las ciudades más peligrosas del mundo. 

¿Are we coming to the townships?  Preguntó Jack. Calvin nos había propuesto hacer un recorrido breve por las zonas que durante el Apartheid habían sido destinadas a los “no-blancos”, los barrios pobres, los townships. Para allá vamos, respondió el viejo taxista. Recordé de inmediato la película de  Neil Blomkamp ¿Podemos pasar por el distrito seis? Le pregunté. Esa zona, que inspiró la historia de Distrito 9, había sido declarada exclusiva para blancos a mediados de los años 60. En los siguientes quince años más de sesenta mil personas fueron reubicadas a más de veinticinco kilómetros en los llamados Cape Flats. Yes, Juan,  I can take you there, y de paso les muestro mi casa, is that ok, guys? Calvin, que llevaba cuarenta años ganándose la vida como taxista, estuvo entre los primeros en retornar al distrito 6 en 2004, gracias al empeño del expresidente Mandela. Afuera había empezado a escampar.

Yeah, it’s ok, Calvin.


lunes, 18 de junio de 2012

Prometheus

Alguien le robó el fuego a Ridley Scott

prometheus



Reseña de la esperadísima precuela de Alien

A pesar de todos los años que han pasado no olvido la emoción enorme que sentí cuando vi por primera vez Aliens, la secuela de Alien, el Octavo pasajero, dirigida por James Cameron: el sonido de las armas, el diseño de las naves, la manera precisa como estaba definido cada uno de los personajes (según estereotipos del género, claro), la historia, que no paraba de dar sobresaltos… Por supuesto, para entonces no era nada más que un niño y resulta normal que me sitiera abrumado, pero incluso hoy creo que se trata de un relato maduro que obviamente explota las reacciones a flor de los espectadores, como es de esperarse de cualquier superproducción de ese tipo, pero que alcanza varios niveles de lectura y que merece un lugar muy destacado en la historia del cine de ciencia ficción e incluso en la historia del cine, así sin apellidos. La contienda entre la teniente Ripley y la reina Alien alcanza, creo yo, una intensidad y un dramatismo tal que a ratos parece una antigua epopeya. Es como el enfrentamiento épico entre dos fuerzas de la naturaleza.

De manera que cuando se confirmó la noticia de que Ridley Scott se haría cargo de una precuela de la historia, el entusiasmo y la ansiedad aparecieron de inmediato. Scott, como sabe todo el mundo, dirigió la primera parte de la saga y estuvo detrás de otro hito enorme de la ciencia ficción: Blade runner. Muchos se empeñan en seguir llamándolo un ‘gran director’, pero creo que más allá de Telma and Louise  sus películas nunca han pasado de ser, en el mejor de los casos, aceptables. Sin embargo, puesto que fue el creador del universo de Alien, su regreso era, por lo menos, esperanzador.  Mucho más aún si consideramos que luego de la segunda parte la saga entró un poco en desgracia: Alien 3 fue un muy buen intento de David Fincher, pero tal vez alejarse tanto de la estética visual de H.R Giger y del ritmo trepidante que impuso Cameron no fue del todo una buena decisión… Y Alien: Resurection fue un desacierto total por una razón extraña: la visión tan personal de  su director, Jean Pierre Jeaunet. El tipo sin duda es una de las personalidades más interesantes del cine actual, pero era demasiado raro ver en Alien a los mismos personajes de miradas desorbitadas y sentir la atmósfera onírica de películas como Delicatessen o Amelié. El tono sencillamente debía ser otro.

El caso es que luego de tanta espera llegó Prometheus, la historia de cómo la curiosidad humana provocó el surgimiento de esos asesinos voraces que son los aliens… Se trataba tal vez de la película más esperada del año luego de The Dark Knigth. La campaña de expectativa fue intensa: afiches promocionales, spots, un corto en el que se presentaba a David 8, un androide en la línea de Bishop… y los trailers. Tres. Todos electrizantes.


Y pues… habría que decir que la película no está del todo mal: se responden dos preguntas que siempre tuvieron a los fans en ascuas y que fueron motivos de críticas: el origen de los aliens y la identidad de la otra raza extraterrestre, mencionada en la segunda parte de la saga; eso está bien. Sin embargo, Ridley  Scott, fiel a su marca como director en las últimas dos décadas  avanza en el relato a empujones  y apela de manera impenitente a recursos  desgastados y predecibles, al punto de acabar con por completo con el carisma de la historia… Algo que recuerda un poco su  pésimo trabajo en Hannibal, la segunda parte de El silencio de los inocentes

Por ejemplo: cualquier espectador con cinco dedos de frente sabe a ciencia cierta cual será el papel que jugará en la trama David, el androide interpretado por Michael Fassbender. Lo mismo ocurre con el personaje de Charlize  Theron, que probablemente no le aporta nada al relato, pero desde el principio se revela como un lugar común… Y la representación de la raza extraterrestre superior, los ‘ingenieros’… una variación de la apariencia estereotipada del típico marciano. En este punto hay que recordar que uno de los factores que más fascinación produjo en la saga fue esa estética poderosa y poco convencional. 

En favor de la película habría que decir que, en el contexto de la cartelera actual,  resulta incluso entretenida. Visualmente además es una delicia que cuenta con Dariusz Wolski, experto en ambientes lóbregos y bizarros, como director de fotografía… A Wolski, valga recordarlo, le debemos la fotografía de Piratas del caribe, Sweeney Todd, Alice in Wonderland,  Crimson Tide, (dirigida por Tony Scott, el hermano de Ridley)  y de otra película oscura, The Crow, cuya atmósfera opresiva es lejanamente semejante a la de Prometheus.

De los actores no hay mucho qué decir, excepto que es un gusto ver a Noomy Rapace  en este otro registro, bonita y ya lejana a Lisbeth Salander.

lunes, 11 de junio de 2012

The Boat that Rocked

Navegando por las nostálgicas aguas de la radio y el rock 'n roll

The Boat that Rocked



La entrañable comedia de Richard curtis, otro capítulo en el cine de la historia de la radio y el rock.












































































Fuentes:

Richard Ellen; “On the run”. Podcast diponible en la web: http://www.transdiffusion.org/radio/features/on_the_run_the


“British radio before the Caroline era”. Disponible en la web: http://www.radiocaroline.co.uk/#history_part_1.html




La escena puede parecer exótica y lejana pero guarda una curiosa similitud con el mundo de navegantes y de piratas virtuales en el que vivimos: en la Inglaterra colorida de los años sesenta, cuando la BBC de Londres llevaba más de cuatro décadas convertida en un imperio mediático incontestable, decenas de hombres al frente de emisoras instaladas a bordo de barcos en las aguas heladas del Mar del Norte, sin dios ni ley y fuera de la jurisdicción del gobierno británico, dedican sus vidas a la radio transmitiendo 24 horas al día una música nueva, extraña y corruptora de la moral llamada rock & roll.  El tipo de vida que muchos quisieran…Por supuesto, no pasa mucho tiempo antes de que  la Corona ponga todo su empeño en declarar la ilegalidad de esos medios, escandalosamente libres, carismáticos y entretenidos, cuya señal llega a más de veinte millones de ingleses, en su mayoría jóvenes y adolescentes baby boomers, aquella generación fruto de la insólita explosión demográfica en Inglaterra y otros países anglosajones luego de la Segunda Guerra Mundial. Esa generación que luego llevaría por estandarte la rebeldía y la lucha por las libertades individuales.

El encargado de contar en el cine la historia de esas emisoras, conocidas como pirate radios, fue Richard Curtis en The Boat That Roacked (2009),  una comedia sobre la amistad  y  la  música y una celebración de un medio que curiosamente encontró el impulso definitivo para su desarrollo con el hundimiento de un barco cuando en 1912, luego de tres días tortuosos, el Titanic lograra transmitir por fin su angustiosa pero ya casi inútil señal de S.O.S. La película cuenta con un elenco de comediantes y actores de ensueño que le aportan gran parte de su encanto: Phil Seymour Hoffman, Bill Nighy, Nick Frost, Chris Ifans, Emma Thompson, Kenneth Branagh… En fin. Curtis, valga decirlo de paso, cuenta con el peculiar mérito de ser el creador de Mr Bean y firmó en 2011 el guion de Caballo de Guerra, película del inesperadamente empalagoso Steven Spelberg. Escribió además comedias memorables como Cuatro bodas y un entierro, Love Actually (que además dirigió), El diario de Bridget Jones y su secuela.

Aunque The Boat That Roacked está ambientada en los años sesenta, la radio en realidad comenzó su historia siendo pirata: cientos de aficionados y experimentadores a finales del siglo XIX y principios del XX convertían el espectro radioeléctrico en un enjambre de señales confusas que una y otra vez interferían en las comunicaciones de los barcos, lo que en efecto ocurrió con el Titanic y aceleró la creación en Estados Unidos de una ley para regular las radio comunicaciones solo unos meses después del hundimiento. Algunos de esos aficionados están incluso involucrados estrechamente con el desarrollo del cine, al punto de ser figuras paternales: Lee De forest y Thomas Alba Edison, que recorrieron algún tramo del largo camino por dotar a las películas de sonido, y que además de inventores eran verdaderos hombres de negocios, invirtieron parte de su ingenio en tratar de encontrar las aplicaciones comerciales del trabajo de Tesla y Marconi.

Pero el esplendor de la radio pirata llegó en los sesenta con la eclosión de la música pop. En esa Inglaterra llena de jóvenes, la siempre adusta BBC Radio solo se permitía transmitir algo menos de una hora de música y vetaba a los artistas que se presentaban en medios como Radio Luxemburgo, una emisora comercial especializada en música y entretenimiento que amenazaba su imperio. Bastaron solo unos años para que un puñado de emisoras comenzaran a transmitir desde barcos, en aguas internacionales, especialmente en el Mar del Norte, para evitar la jurisdicción de las leyes inglesas. Algunas, como Radio Carolina y Radio London (que  aún existen pero ahora transmiten legalmente) se convirtieron en leye
ndas y sus DJ eran admirados como estrellas. Había que tomar cartas en el asunto…

Por supuesto hay una gran similitud entre aquellos piratas  que compartían la música que identificó a una generación con los piratas virtuales que actualmente mantienen en ascuas  a los gobiernos del mundo. En el fondo en ambos casos nos encontramos con negocios que aumentan el patrimonio de alguien, pero que al mismo tiempo benefician a millones de personas que pueden acceder libremente a ideas y conocimientos que de otra forma no conocerían. Y como sabemos perfectamente desde la invención de la imprenta, no hay mayor riesgo para el status quo que la difusión indiscriminada del saber.

Vale recordar en este punto que parte del poder que se le atribuye a la radio radica tal vez en el carácter in material del sonido que, a diferencia de lo que ocurre con las imágenes, le permite cruzar todo tipo de barreras y viajar impunemente por el espacio. En el Discurso del Rey, la película de Tom Hooper ganadora del Oscar en 2010, Jorge V le advierte a su hijo y sucesor que gracias al invento de la radio  ahora el Rey entra en la casa de cada uno de sus súbditos cuando pronuncia un discurso. Era un hecho y siempre hemos tenido que correr con las consecuencias. Antes que la televisión y mucho antes que el internet, las ondas hertzianas habían  invadido riesgosamente los hogares del mundo con su universo nostálgico de sonidos y palabras. Fue a ese medio en todo caso al que primero se le atribuyeron en el siglo pasado los efectos nocivos de la comunicación masiva. Por ejemplo En Días de Radio la madre le dice  a Joe, el alter ego de Woody Allen,  que va a arruinar su vida si no se olvida de la radio, que ya para finales de los años treinta estaba poblada de relatos de superhéroes escabrosos y vengadores enmascarados; lo dice como cualquier madre de hoy trataría de persuadir a su hijo de que se aleje de Facebook o de Twitter. Con mucha frecuencia se cita también el poder de convicción devastador de los discursos radiales de Adolfo Hitler y Joseph Goebbels, su ministro de propaganda, sobre la confundida y débil conciencia de esa Alemania que cargaba con la vergüenza de la derrota luego del Tratado de Versalles y aun así se preparaba para la Segunda Guerra Mundial. Y durante los peores momentos de los combates en el Frente Oriental tanto rusos como ingleses, maestros de la guerra sicológica, usaban sus emisoras para martillar una y otra vez el siguiente mensaje desolador: cada siete segundos muere un soldado alemán en Stalingrado… En Colombia en particular, y lo podemos comprobar en Confesión a Laura de Jaime Osorio, todavía recordamos con asombro y tratamos de comprender las consecuencias de la intervención de gente como Jorge Zalamea en la Radio Nacional y de las emisoras clandestinas que incitaban a la insurrección y transmitían los comunicados del Partido Comunista aquel nueve de abril de 1948.

Por último queda recordar de nuevo al Rock como gran parte del espíritu que les daba vida a aquellas emisoras piratas y como uno de los elementos más atractivos de The Boat that rocked. Esa música nacida del blues siempre ha llevado un aire subversivo y comunitario y logra que en ocasiones el espectador quiera olvidarse de la pantalla para ponerse a brincar mientras suenan The Rolling Stones, The Turtles, The Who y hasta David Bowie  y mientras los personajes van  por el barco haciendo air guitar como unos renegados inmaduros y encantadores.

domingo, 3 de junio de 2012

El Club de la Lucha de Chuck Palahniuk

el club de la pelea 5

Breve reseña de otra lectura aplazada



















Hace unos días pasé el dedo  sobre el lomo de los libros ubicados en el estante destinado a las novelas. La idea era leer o releer aquella en la que se el dedo se detuviera, al azar. Y el dedo, como una ruleta rusa, se detuvo en  otro de esos libros cuya lectura había aplazado durante mucho tiempo por desdén: El club de la Pelea de Chuck Palahniuk. Aunque creo que en esta oportunidad quien más desgano me producía era el autor en sí… y siendo mucho más específico, me producían desgano sus lectores… en fin, sin duda es un achaque más.

El caso es que  despaché el libro muy rápido: se trata de un volumen de algo más de doscientas páginas de narración ágil y salpicada de diálogos que no opone mayor resistencia. Ya hace unas semanas, tal vez preparándome sin saberlo, había leído Error humano (Stranger than fiction), una recopilación de crónicas y perfiles en las que Palahniuk  se vale de una escritura desabrochada y llena de imágenes muy al estilo de  Hunter S. Thompson, Tom Wolfe y en general los viejos maestros del Nuevo Periodismo. El libro es una suerte de epítome de ese estilo que el tipo inició mucho antes en el Club de la pelea.

Me resultó extraño ir descubriendo esas imágenes tan bien conocidas ya por la película: los grupos de apoyo, la casa decrépita usada como fábrica de jabón, los sórdidos sótanos donde tienen lugar las peleas, los aviones, la cocina en la que trabaja Tyler Durden, en fin. Y hay que anotar que la películas en últimas fue bastante fiel al libro… lo cual a mi juicio constituye un merito enorme  porque siendo así de fiel resulta considerablemente más entretenida… Sin decir que el libro no lo sea, obviamente.

Algo que me llamaba mucho la atención era saber cómo estaba resuelto en el libro el momento en el que el protagonista, de quien no conocemos el nombre, descubre que él mismo es Tyler Durden. Recuerdo mucho el desconcierto que me produjo ese momento en la película de David Fincher. Esta bien que Fincher nunca muestra a Durden, al protagonista sin nombre interpretado por Edward Norton, y a Marla Singer en el mismo plano, pero Pitt y Norton aparecen juntos, acompañados por otros personajes que los reconocen como personajes distintos  en una infinidad de ocasiones lo cual constituye, considero yo, un engaño imperdonable por parte del director, quien sin lugar a dudas hubiera logrado un relato mucho más fino y sorprendente si nos hubiera ido dando más pistas para comprender el trastorno de personalidad del protagonista. Creo que se hubiera producido, como se produce en, digamos, el Sexto sentido, un impacto mayor condimentado por el hecho de que la evidencia del misterio siempre estuvo allí… pero no. La película sencillamente, de un momento a otro nos dice: lo  dos personajes son el mismo…Y en el libro ocurre exactamente lo mismo.

Recuerdo a propósito de ello cierto cuento de P.D James en el que un narrador en primera persona nos cuenta cómo presencia desde lejos un crimen. Nos lo cuenta minuto a minuto. Y solo al final revela que su narración es una mentira, y él es el asesino… Es un cuento decepcionante básicamente porque es como si el autor nos contara de hecho una mentira. Nunca estuvimos ni siquiera teóricamente en iguales condiciones para descubrir al criminal. Y no lo estuvimos  porque el narrador en lugar de velar la información la cubrió con datos falsos. Todo lo contrario hicieron siempre los grandes autores de misterio: darnos suficiente  información  como para que por nuestra cuenta supiéramos la identidad del asesino o descubriéramos el misterio, no importa cuál fuera… y es allí donde falla el Club de la Pelea, tanto la película  como el libro, lo cual de todos modos no le quita su lugar como uno de los intentos más felices de renovar el ya antiguo cuento de Jekyll  y Hide.