domingo, 4 de noviembre de 2012

Memorias del Puerto

Páginas de un diario de viajes




Hace unos días tuve que volver al puerto. Llevaba muchos años sin ir. A mi llegada vi de paso la vieja oficina… Creo que fue el último lugar donde estuve ante de irme: ese dia vi el pueblo a través de los amplios ventanales tratando de retener en mi memoria cada detalle, me llené los pulmones de ese aire tibio y cargado de polvo… Y lloré. Tal vez no quería irme. En fin. 

Me alojé en un hotel a la orilla del río, que se veía pasar oscuro e impasible, como siempre; y salí al balcón a beber una botella de agua mineral. La noche era fresca pero aun así el calor se sentia espeso, gelatinoso. Recordé esa tarde en la que Jorge nos propuso sentarnos a pensar  de nuevo el río, a escribir sobre él… Con el ánimo de molestarlo, en alguna línea escribí: ‘allá afuera nos aguarda el río, sucio de basura y sangre…’ Imposible olvidar su gesto de dolor: respiró profundo, cerró fuerte los ojos  y frunció el ceño; lo miré pero él no me devolvió la mirada… Los jesuitas suelen ser hombres apasionados.

A lo lejos se escuchaba una canción ya vieja, una de esas con las que aprendí a querer el sonido del acordeón: parece la misma novela con otro guion, con escenarios diferentes y el mismo actor… Y se me vino a la memoria la tarde en que salimos a buscar a Camilo. Ya sé dónde lo podemos encontrar,  dijo Ivonne mientras con una expresión de tensión y asombro. Vamos. Empezamos a bajar por el pueblo  a paso largo con un sol naranjado tostándonos el cuello; íbamos pensando en que la oscuridad no nos sorprendiera en medio de esa búsqueda improvisada. Dejamos atrás el cementerio, tan célebre por sus incontables N.N  y de pronto estuvimos en un laberinto de diminutas casas de ladrillo con techos de zinc y tejas Etenit, separadas por estrechas calles sin asfalto. Niñitos barrigones por todas partes.

A Ivonne le habían dado la dirección de un compañero del colegio de Camilo, un niño llamado Yuber. Yuber sabe dónde esta Camilo, le dijeron. Llegamos a una casa y preguntamos por él. La mamá vive allá al fondo. Entramos por un corredor estrecho y oscuro tratando de esquivar los charcos en el suelo;  contra las paredes una infinidad de fierros viejos y retorcidos. Se respiraba un aire húmedo y grueso; olía a sebo. A la orden, dijo una mujer diminuta y menuda; se veía aún joven pero el rostro estaba minuciosamente arrugado. Nos miraba mal. Nos presentamos. Estamos buscando a Yuber. ¿Y como para qué sería? Le explicamos. El niño no estaba. ¿Usted conoce a Camilo, señora? ¿Ustedes de dónde es que vienen? Nos preguntó de nuevo. En un poyo armado con tablas había un fogón de petróleo. Miré a Ivonne; el sudor le bajaba por el cuello. Señora, necesitamos encontrar a Camilo porque él tiene algo que es de nosotros y necesitamos que nos lo devuelva... Y como no lo hemos vuelto a ver. Creo que esa era la salida más diplomática y sincera posible. Ese es hijo de Marta Cortes, vea salga hasta la esquinita de allí, voltee para este lado y se van caminando hasta que vean una casita de madera pintada de verde, ahí voltea a mano izquierda y se va hasta el fondo: ellos viven en un ranchito de dos pisos, por ahí pregunta…

Seguimos fielmente la instrucción: llegamos a la esquina, caminamos hasta una casita presumiblemente  verde ¿Era verde? Doblamos a la izquierda… y comprendimos que nos habíamos perdido…  Ivonne se sabía la historia del barrio: la mayoría de familias eran desplazados de las guerras paramilitares de la región. Cientos de personas. Ahora el panorama no era de casas precarias de ladrillo sino ranchos de madera. Ya se sentía el olor del río. En el horizonte se veían las últimas ráfagas del sol y se recortaban las siluetas diminutas de los últimos gallinazos. 

Encontramos una tienda y preguntamos por Marta Cortés, por Camilo. No tenían idea. Nos bebimos un par de Coca-Colas sentados en un tronco dispuesto a manera de silla. ¿Qué le vamos a decir cuando lo encontremos? No sé… que por favor nos devuelva lo que es de nosotros. Andrés, eso na va a pasar… Camilo llevaba veinte días desaparecido. Pero algo me decía que debía seguir confiando en él. Entonces Ivonne me contó la historia de su hermano ¿Yo no le he contado? No. El tipo era oficial de una fuerza élite contra guerrilla y un día se despidió, salió para una misión... Pasaron tres años sin saber nada de él, lo dieron por muerto. Al cabo de ese tiempo recibieron una llamada, era él. Había pasado tres años explorando palmo a palmo cierto páramo del sur del país, en busca de guerrilleros. Así de simple. Una vez pasamos cuatro meses sin ver el sol, cuatro meses en un hueco, comiendo gusanos, les contó… Pero desde que apareció siempre pensamos que era otro, dijo Ivonne, no miraba igual. Nunca volvió a mirar igual…

Continuamos; intentamos recoger nuestros pasos buscando de nuevo la casa verde y preguntando aquí y allá por Camilo, por su madre. Hasta que dimos. Mire ellos viven allá, nos dijo alguien que señaló un ranchito de dos pisos. Afuera había una mujer madura y morena en la que todavía quedaban vestigios de belleza. Señora, buenas noches. Le explicamos. Ella era amable pero nos miró extrañada. Espere yo se los llamó. Pegó un grito: Camilo. De adentro del ranchito salió un niño de unos doce años. Vea, que aquí lo buscan los señores. Ivonne y yo nos miramos: ese no era nuestro Camilo… Les explicamos y ya nos íbamos a ir cuando el niño nos dijo: yo los he visto a ustedes, yo sé quienes son: ustedes están buscando es a Cepillo. En efecto nuestro Camilo se motilaba como un cepillo. Yo sé donde vive.

Emprendimos el camino hacia la ribera del río en medio de una oscuridad casi absoluta, pero aún alcanzábamos a ver en cada rancho, amarrada en un palo de escoba, la bandera de Colombia izada en alto, inmóvil y triste. Era el barrio Colombia. Ranchos de cartón y madera. Algunos con la puerta abierta, como la boca de un muerto. 

Entre más avanzábamos, menos ranchos. La corriente del Magdalena se sentía poderosa y aterradora a solo unos metros. En algún punto tuvimos que dar zancadas, así de alta estaba la yerba. Hasta que vimos la casa. Era el último rancho. El último. Quedaba a unos pasos del río: cuatro estacones unidos por tablas y cartones a las que algunos plásticos y  viejos pasacalles servían como techo.  Nos recibieron un hombre y dos mujeres, una joven y la otra ya muy vieja. Los tres se veían demacrados y flacos. Buenas noches… Estamos buscando a Camilo. Se miraron entre ellos. Él no está,  ¿Como para qué sería? Adentro había una vela moribunda encendida: el rancho estaba totalmente vacío, solo se veían periódicos y trapos tendidos en el suelo pelado. En un rincón un bebé lloraba inconsolable.  

En ese momento supimos que no había nada qué hacer… y además no importaba…