sábado, 28 de enero de 2012

4. Rembrandt van Rijn

Una paleta repleta de negros, marrones, ocres y rojos lacados


Pobre ánima, Retrato de Rembrand Van Rijn
                    Pobre ánima, retrato de Rembrandt van Rijn.

En un mundo que ha olvidado, o quiere olvidar, la noción de 'artista', no está demás recordar un poco a este artista verdadero y honesto.


El 8 de octubre de 1669, en medio de una lluvia helada que había dejado en los caños las últimas hojas de los tilos y los nogales, fue enterrado en una tumba sin nombre, en algún lugar incierto de la Westerkerk de Ámsterdam, un hombre del que ya nadie quería saber llamado Rembrandt Harmenszoon van Rinj


Solo unas décadas antes el prestigio de sus pinturas había sumado esplendor al llamado siglo de oro holandés, fecundo en comerciantes y marineros y en hombres de genio como Frans Hals, Jan Vermeer y Baruch Spinoza


Rembrandt, que tuvo siempre delirios de gran señor, fue sin embargo el más humilde obrero de la pintura, por lo menos hasta la llegada de Paul Cezanne, casi doscientos años después. En ese Ámsterdam oloroso a pimienta y a canela de las Molucas, a alquitrán, a queso y a cerveza, en ese puerto fragoroso cuyas calles veían perderse los pasos anónimos de René Descartes, el pequeño pelirrojo le dio una vida nueva a una tradición pictórica que aunque virtuosa conservaba aún la solemnidad del Renacimiento italiano.
En los cuadros de nadie hasta entonces las figuras habían logrado moverse con la naturalidad y la belleza cotidiana de la vida misma. En la torsión de una mano o en brillo tímido de una mirada encontraba el espíritu de cada personaje. Incluso si el personaje era él mismo.


Rembrandt emprendió desde muy joven un curioso estudio de la condición humana a partir de su propia imagen (estudio que reiniciaría mucho tiempo después Vincent van Gogh). Y sus gestos nos cuentan la historia de esa vida fastuosa ensombrecida siempre por las deudas y la muerte: Saskia, Hendrickje, Titus… 


Miguel Ángel trataba de encontrar sus figuras atrapadas en la piedra. Su trabajo, decía, no era otro que liberarlas y darlas a conocer al mundo. Rembrandt, cuya paleta abundaba en negros y marrones, en ocres y rojos lacados, imprimaba sus telas con tonos oscuros y comenzaba a buscar a sus personajes, a sí mismo, en esa oscuridad. Primero con algunas veladuras y luego, cuando ya eran reconocibles, con pinceladas gruesas y empastes. Y finalmente ese mundo veía la luz

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