sábado, 21 de enero de 2012

1. Esperando que la luz cambie a verde


Esperar a que la luz cambie a verde





Sobre la agitada vida de un peatón.

Charlie

A veces veo la gente cruzar la calle con esa desenvoltura y me pregunto por qué no soy capaz de hacer lo mismo: yo espero a que la luz cambie a verde. Punto. Eso hago yo. Pero los demás se tiran a esquivar los carros y pasan como si nada. Como si tuvieran un pacto de no agresión o como si no les importara, o no sé. Como si supieran que van a seguir viviendo, intactos. Una vez hace mucho tiempo quise ser así. Y empecé a metérmele a los carros. Un día  la calle estaba vacía, nada más se veía un carro lejos, muy lejos, era como un Jeep o un Campero;  y empecé un trotecito suave, aparentando confianza, como si estuviera seguro de que ese carro nunca fuera a llegar. La actitud de uno es muy importante, como con los perros, uno tiene que moverse como si no tuviera miedo. Y noté cuando ya estaba en media calle que el carro venía muy rápido, pero seguí mi trotecito,  así: suave, seguro. Y cuando ya estaba a punto de llegar al andén di un salto, muy seguro también, como si nada. Un saltico breve para llegar al andén. Y sentí  que el carro me rozó la camisa, le sentí la velocidad y el viento hasta alcanzó a  despeinarme  y un señor que estaba ahí me dijo: hombre ¿no te diste cuenta? casi te coge ese carro. Le vi el susto en la cara, estaba aterrado. Y  sonreí como si nada, no quise prestarle atención, él se me quedó mirando como con cara de estos muchachos son locos. Pero yo sí me di cuenta de qué había pasado: ese carro de verdad  estuvo a punto de levantarme. Y me lo imaginé, me gusta imaginarme esas cosas, me imaginé mi cuerpo volando varios metros, con todos los huesos quebrados y tirado luego en el pavimento caliente con el cráneo estrellado contra el piso. Me vi ahí, viviendo mi último segundo de conciencia sin entender nada, con el mundo dándome vueltas; uno debe oír un murmullo, pensé yo, el murmullo de la gente viéndolo a uno muerto. Me imaginé el tiempo que pasaría antes de que me recogieran y en mi casa supieran qué había pasado conmigo y mi cuerpo ya inservible por ahí guardado en una morgue. Me imaginé el frío.  Me imaginé a mi mamá y a mi tía llorando y a la gente que me conoce preguntando por mi. Me imaginé el carro, anónimo, siguiendo su camino como si nada y cumpliendo su fantasía oscura de matar algún día a alguien. Ese carro iba tan rápido y la calle estaba tan sola que en solo unos segundos la distancia lo hubiera absuelto de cualquier culpa y yo hubiera sido tal vez un recuerdo culposo pero también vago. Me imaginé cómo esa persona se acordaría de mí. En realidad iba tan rápido que sin duda tenía toda la intención  de matarme. No tenía nada qué perder: hubiera sido mi culpa por no esperar. Siempre he pensado que el mundo está lleno de personas a las que no les queda otro remedio que portarse bien, pero que en secreto aguardan su oportunidad de aplastarte con el tacón del zapato,  o con lo que sea, como a un  vicho. Siempre que pienso en eso me sube un frio por el estómago. Por eso mejor espero. Decidí que iba a esperar así me vea ridículo. Y veo a la gente cruzar. Pero me gustaría tener la determinación, como ese día, de pasar la calle sin temores. A veces me pregunto también  cuántas  cosas de la vida  habré terminado haciendo de la misma forma que cruzo la calle: ir a pedir un trabajo, reclamar en el restaurante cuando la sopa esta fría, comer: como con cuidado, como analizando cada cucharada. Yo soy de esos tipos que más bien esperan. Y no siempre es por prudencia, la verdad, muchos creen que soy prudente, pero la mayoría de veces es que prefiero no tener problemas. Por eso digo. Con las mujeres también soy así.  Y me angustia porque creo que hacerle el amor a una mujer es como cruzar la calle con el semáforo en rojo: se necesita la misma imprudencia y la misma sabiduría, se necesita la misma ambición,  el mismo carácter animal y salvaje. Y no solo hacerle el amor, el solo hecho de  acercarse. Hay  hombres  que ven una mujer y de una le van diciendo cosas y la miran, la hacen reír. Pero yo no, yo me comporto con la misma prudencia con la que cruzo la calle. Nunca miro mucho a una mujer cuando me gusta, no mucho. Y si la miro es como si cualquier cosa. No me gusta dejar que descubra nada. De pronto por eso solo he conocido bien a una mujer en mi vida, solo una.  Podría parecer mentira, pero no. En las conversaciones trato de aparentar que he conocido muchas pero todo lo que sé lo sé por una sola. Y me refiero a cada situación con ella como si se tratara de mujeres distintas… Y funciona, hay quienes hasta me creen un mujeriego. Yo les sigo la corriente. Y es que he ido dividiendo a esa mujer en tantas que en mi mente ya no es la misma persona: una es la que besé por primera vez y otra  la mujer con la que terminé tantas veces, de hecho cada ruptura me parece ahora que fue con una distinta. Con un amor distinto. Sin darme cuenta fui multiplicando esa experiencia… Pero... No sé… No sé por qué terminé hablando de esto… Creo que fue por lo de las calles, 
sí claro, fue por eso.

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