miércoles, 4 de enero de 2012

lecturas de vacaciones (II)




Dos escritores que en vida cultivaron, queriéndolo o no, ese aburrido título de 'trangresor'. Como es típico, la muerte les ha sentado muy bien.

Cartas a un joven disidente, Christopher Hitchens

Me da cierta incomodidad reconocer que vine a leer al tipo justo porque se murió… Pero así fue. Como dije antes, no me siento especialmente atraído por las celebridades y mucho menos por aquellas con aire de niño terrible. El caso es que había visto algunos videos en los que Hitchens hacía de entrevistador y otros en los que hacía de entrevistado. En todos se mostraba como un conversador amable e inteligente y yo me preguntaba si así de amenos serían sus libros. Decidí empezar con estas cartas escritas, como es obvio, según el modelo del célebre libro de Rilke.

No me sentí defraudado: dueño de una erudición profunda, Hitchens escribe con la calidez y, creo que hasta se  podría decir, con el cariño de un viejo amigo. Se siente uno frente a un escritor que en realidad quiere compartir algo con sus lectores, muy por el contrario del  típico intelectual europeo arrogante que  se esconde detrás de un montón de conocimientos oscuros.

Como era de esperarse, Hitchens no  presume demasiado de su condición de disidente, ni de intelectual (aunque su ego esta presente en cada palabra), más bien recuerda el deber que tiene cualquier persona que se precie de un mínimo de lucidez de poner en duda las verdades que el mundo termina por validar y convertir en dogma. Y por supuesto llama al lector a dudar de  él mismo (del autor). Y lo dice de manera sincera, sin ningún asomo de pose.


Un apartado (una de las cartas) del libro que me llamó particularmente la atención fue  aquel en el que  advierte sobre los peligros de la risa como método de subversión: en un mundo con mentalidad infantil, acaso adolescente,  la regla es burlarse de todo. La risa nos hace sentir poderosos y pertenecientes a algo (al bando de los que sí entendieron el chiste, por lo menos) Pero en con frecuencia esas burlas y esas risas subversivas revelan la profunda debilidad de quien las profiere. Revelan la desnudez de alguien que incapaz de esgrimir argumentos sólidos apela a la simple y efectiva puñalada.


Los detectives salvajes, Roberto Bolaño

Escuché hablar por primera vez de Roberto Bolaño hace ya más de una década. Muy pronto ese nombre se volvió recurrente, casi un lugar común,  y en toda conversación con aspiraciones literarias alguien lo mencionaba con aire de suficiencia. Ese era el tipo que había que leer. Por entonces yo experimentaba una suerte de embeleco con la novela negra y hasta cierto punto con la novela policiaca. Devoraba con avidez todo aquello que involucrara una ciudad, crímenes, investigadores y tramas retorcidas. Estaba fascinado con Raymond Chandler, Dashiell Hammett, Chester Himes, Cornell Woolrich, Rex Stout, James Ellroy, Vásquez Montalban… En fin, me había convertido en un freak del género. En medio de esas circunstancias supe de la existencia de Los Detectives Salvajes… y solo con el título quedé atónito, lo cual naturalmente me revela como un fetichista sin remedio.

El caso es que la novela contaba con una contraindicación para mí. Desde muy joven sentí  un  notable desgano por aquellos libros y autores que el canon de la actualidad dice que deben leerse  so pena de pasar por ignorante. Creo haber superado ya ese prejuicio, pero aún se me ocurre que en  nuestros días  debe haber algo malo, o por lo menos sospechoso, con un libro que se vende copiosamente… Y Los detectives salvajes era uno de esos… 
En una actitud por lo menos tan estúpida y esnob como la de quien siempre posa de estar actualizadísimo en cuestiones literarias, yo sentía una vergüenza moderada al  admitir que había leído a algún autor del momento. Aun así inicié la lectura de la copiosa novela. Pero no sé qué pasó: al cabo de unas doscientas páginas la abandoné… Un tiempo después leí  La literatura nazi en América Latina y me di otra oportunidad con Bolaño, pero “los detectives” siguieron ahí, inconclusos.

Este diciembre sin embargo empecé de nuevo  desde la primera página. Y luego de varias tardes  terminé por fin. Terminé físicamente exhausto, con una especie de temblor leve en las manos. Ya quisiera yo contar con la erudición y el criterio para comprender la razón por la cual muchos la han encumbrado al trono de la nueva gran novela latinoamericana. No me cabe duda eso sí de que las ‘grandes’ obras  del arte en nuestros tiempos son con frecuencia el producto del capricho de unos cuantos personajes influyentes que terminan por imponer su opinión sobre el resto. Y supongo que en el fondo no hay nada malo con eso.

Más allá de las valoraciones, Los detectives Salvajes se me antojó, como toda buena novela, que sin duda lo es, un viaje. Y como en todo buen viaje me aburrí terriblemente en ciertos pasajes, tanto como para preguntarme si no debería abandonarla de nuevo. Por momentos encontré desagradables a Belano y a Lima, de la misma forma en que uno reniega en algunos trayectos de sus compañeros de viaje. Y me sentí agobiado con esa multiplicidad de personajes que aquí y allá le restaban intensidad al relato. Se me llegó a ocurrir, con la potestad que me da mi condición de lector anónimo, que, de haber sido el editor, algunos de esos monólogos habrían desaparecido. Claro, admito que en ese juicio tan atrevido interviene mi ignorancia, y que Enrique Vila Matas lleva razón cuando propone ese acervo de voces como uno de los tributos más importantes al idioma español en mucho tiempo.

He mencionado tantas veces la palabra viaje que no haré mucho énfasis en la emoción que me produjo la tercera parte del libro: la travesía por los desiertos de Sonora con las imágenes de ese México ardiente y primitivo, me parecieron el mejor momento de la obra, la suma de su verdadero carácter de libro de viajes o de road movie. Un viaje tan profundo a las entrañas de esa cultura como el del gringo viejo de Carlos Fuentes o como el del Malcolm Lowry.

Terminé el libro cansado como dije y con los días se me ha ido metiendo en el pecho un poco de nostalgia por la suerte de Cesaria Tinajero. Y me he descubierto extrañando un la voz de García Madero. Por lo demás debo aguardar a que el recuerdo de  la lectura repose un poco…

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