domingo, 15 de enero de 2012

Brevísima Historia de los Robots (III)

¡Oh, dioses! Si podéis concederlo todo...


brevisima historia de los robots2


Tercera entrada dedicada a la historia de los robots,  figuras presentes en el mito y en la ciencia. 


































































































Fuentes: 


Diccionario de los motivos de la Literatura Universal, Elizabeth Franzen. 


El Gólem, Gustavo Meyrink 


Enciclopedia de las cosas que nunca existieron, Michel Page 


Enciclopedia Judaica.
Cuando el ama de casa empuña la aspiradora o activa el mando de su ayudante de cocina pasa por alto, afortunadamente, que ambos aparatos son el resultado de viejas de obsesiones. En primer lugar la obsesión, o tal vez habría que decir el instinto, que nos impulsó desde el alba de los días a construir herramientas para facilitarnos el arduo ejercicio de la supervivencia (instinto que de hecho ayudó a dar forma a nuestra especie). Y en segundo lugar la necesidad de descifrar los arcanos de la vida creando de manera artificial a un ser humano. 


 A lo largo de los tiempos ambas obsesiones se han manifestado de maneras abrumadoras o que rayan en lo atroz como la esclavitud ha y el progreso técnico. Y han contado así mismo con innumerables tentativas por satisfacerlas tanto en la realidad como en la imaginación. Una muestra de ello nos la da Aristóteles en la Política cuando con sus palabras parece querer fundir el mito con el adelanto técnico de su época: si cada uno de los instrumentos pudiera realizar por sí mismo el trabajo, cuando recibiera órdenes, o al preverlas, y como cuentan de las estatuas de dédalo o de los trípodes de Hefestos, de los que dice el poeta que ‘entraban por sí solos en la asamblea de los dioses.”


Aristóteles mencionas dos casos ilustrativos pero insuficientes para dar cuenta del frenesí que ha impulsado a inventores, químicos y magos para crear un hombre artificial. Ovidio en Las Metamorfosis nos ofrece la historia de Pigmalión, rey de Chipre, quien con sus manos moldeó en marfil una mujer tan hermosa que terminó enamorándose de ella. Pigmalión ruega a la diosa Afrodita para que le infunda vida a su estatua: ¡Oh, dioses! Si podéis concederlo todo, yo os suplico que mi esposa se asemeje a la doncella de marfil… De regreso a casa el afortunado Pigmalión, cuyo nombre además sirve para nombrar cierta aberración sexual que no viene al caso, toca a la estatua y lentamente descubre (el sutil erotismo de la descripción es típico de Ovidio) que su cuerpo esta tibio y ha cobrado vida. 


Brevísima historia de los robots3
Gigantes mecánicos


Dédalo, el gran arquitecto e inventor griego, llegó a construir según cuenta platón, figuras móviles tan inquietas que era preciso amarrarlas para evitar que escaparan. Esos portentos lo asemejaban al gran dios deforme Hefestos (Vulcano, según los romanos) de quien nos cuenta Homero en la Ilíada era servido por doncellas de oro provistas de conocimiento y sabiduría, y quien construyó para el rey Minos de Creta un gigante de bronce llamado Talos que muere cuando los argonautas logran cerrar su sistema arterial, provocando de esa forma su desangramiento.


También el poeta griego Píndaro habla en su séptima Oda Olímpica de estatuas móviles que inquietan las calles de Rodas y Creta: Las figuras animadas se encuentran adornando todas las vías públicas. Y parecen alentar la piedra, o mover sus pies de mármol. Sin embargo, esas creaciones fabulosas no solo viven en el ámbito de la imaginación: el físico y matemático griego Herón de Alejandría (Siglo II A.C), famoso por la invención de numerosas máquinas y autómatas, construyó pájaros mecánicos que volaban, bebían y… cumplían con otras necesidades propias de las aves y los animales en general. Además Herón construyó un teatro con autómatas que simulaban La danza de las Bacantes. 


Los antiguos egipcios consultaban estatuas proféticas que contestaban a las preguntas inclinando la cabeza o moviendo un brazo: se suponía que la fuerza de Thor, dios egipcio de la sabiduría, impulsaba esos movimientos, pero hoy sabemos que quienes los impulsaban eran simples sacerdotes. Esas estatuas sin embargo están emparentadas con las figuras oraculares de las que nos habla la Biblia llamadas Terafim. Dichas figuras eran cabezas momificadas cubiertas con una chapa de oro, consultadas antes de iniciar una empresa importante. 

Del Gólem a Frankenstein


 En la Baja Edad Media el médico y alquimista holandés Philp Theophrast von Hhenheim, conocido como Paracelso (1493-1591), encontró la forma de hacer el homúnculus. Según él era normal que un hombre creara un hombre sin la ayuda del vientre de una mujer. Su método para crear el homúnculus consistía en poner el semen putrefacto de un hombre en una retorta de alambique junto con una porción de estiércol de caballa igualmente putrefacto. La mezcla se dejaba reposar durante cuarenta días o hasta que diera señales de vida, momento en el cual ya podía ser considerada como algo semejante al ser humano. Luego era preciso alimentarla todos los días con una buena cantidad de sangre humana y mantenerla caliente y reposada con un poco más de estiércol de caballo para que al cabo de unos meses se convirtiera en un bebé sano y fuerte.


Similar a la del homúnculos, pero mucho más mística es la leyenda del Gólem. Según el Talmud Rabbah creó un hombre y lo envió a Rabí Zera, quien le dirigió una palabra pero no recibió respuesta, por lo cual le dijo: ¿Eres una criatura de los magos? Vuelve a ser polvo (Sanh. 65b) Gólem significa materia informe, algo incompleto o no formado por entero, como una aguja sin ojo, o una mujer sin concebir (Sanhedrín, 22b). 


En 1580 Rabí Löw de Praga construyó un gólem. Junto con sus dos ayudantes tomó arcilla de las orillas del río Moldáu y moldeó un hombre. Uno de los ayudantes trazó, de derecha a izquierda, siete círculos alrededor de la figura; el otro hizo lo mismo en el sentido contrario. Mientras trazaban los círculos ambos pronunciaban encantamientos: El gólem brilló como si tuviera fuego. Entonces Rabí Löw pronunció otro encantamiento y el fuego se extinguió, la figura comenzó a despedir vapor mientras le brotaba cabello y uñas. Rabí Löw trazó siete círculos alrededor del gólem y junto con sus ayudantes recitó el versículo del capítulo II del Génesis: Formó pues, Jheová Dios al hombre del polvo de la tierra, y alentó en su nariz soplo de vida; y fue el hombre en alma viviente. Luego al gólem le fue introducido un papel en el cual iba escrito El Nombre de Dios. El gólem abrió los ojos y cobró vida, y fue utilizado como esclavo durante los día hábiles y puesto en reposo los sábados. Cierto viernes Rabí Löw olvidó retirar el nombre de la boca del gólem y este enloqueció y sembró el terror en el Ghetto. 


La leyenda del gólem no dista mucho de la que dos siglos después popularizara Mary Shelley en su novela Frankenstein, solo que a diferencia del Rabí Löw, el doctor Frankenstein se valía de la ciencia y la técnica para arrebatar el poder de la vida a Dios ( el título completo de la obra es  Frankenstein o el Prometeo moderno). La creación del hombre por el hombre comenzaba a excluir a las fuerzas divinas. Hasta la novela de Shelley un conocimiento tan secreto e indescifrable como la creación de la vida emanaba de Dios, desde entonces se convirtió en una posibilidad para los hombre. Y esa posibilidad degeneró en pesadilla.



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