A través de sus gruesos lentes,
sucios de polvo y lágrimas, Mauro examinó el territorio. Todo allí le parecía
ajeno, a pesar de que lo había visto y recorrido cientos de veces. Ante su
mirada confusa se extendía el mismo lugar, sembrado con los mismos árboles,
adornado con las mismas flores, y recorrido por los mismos perros y las mismas
gallinas de siempre. Sin embargo, sabía que ahora no
era más que un intruso y que corría peligro porque en ese territorio
habitábamos sus enemigos, que lo buscábamos con la única intención de matarlo.
Mauro sacó un pañuelito y limpió sus lentes sin quitárselos. En su mano derecha
una pequeña herida sangraba lentamente:
― ¡Ssssh, me hirieron!
Al oírlo el cadáver de Mani, que
yacía a no más de un metro suyo, emitió una sonrisa burlona. Había muerto
hacía rato, pero no por eso había dejado de divertirse. Esporádicamente abría
los ojos y hasta levantaba la cabeza para observar desde su reposo los
padecimientos de Mauro por tratar de huir de nosotros. Con los ojos
entreabiertos lo contempló largo rato curarse la herida hasta
que su paciencia de muerto terminó.
― ¡Hey, Mauro, gordo güevón, hágale
pues!
Mauro le respondió en el mismo
tono:
― ¡Ah, esperate, esperate! ¡No
ves que me hirieron!
Luego sacó de su pretina la
pistola y asomó su cabezota por encima
del corral de gallinas. Nada parecía amenazarlo. Y sin embargo sabía que pronto
llegaríamos nosotros para matarlo.
― ¡Disparen! ―
gritó después de un rato, desesperado, ¡Disparen, pues!
Volvió a asomar la cabeza, pero
solo vio el polvo y las hojas secas removidas por una ráfaga de viento. El
cadáver de Mani lo miraba burlonamente mientras él apuntaba con su pistola
hacia todas partes.
Sabíamos que su escondite
preferido quedaba detrás del corral de las gallinas. Varias veces había muerto
allí, y sin embargo siempre retornaba.
Decidido a matar o morir, dio un
paso afuera. Delante suyo el cadáver de Mani comenzaba a silbar una canción.
Apuntó hacia todos los escondites conocidos: ninguno parecía habitado. A su
lado algunas gallinas picoteaban semillas.
Mani solto una carcajada
estruendosa:
― ¡Ah, jajajajajajajajaja,
miralos detrás tuyo, bobo!
Embadurnados de caca, Cofla y yo
empujamos la puerta del gallinero, salimos atropelladamente y disparamos. Mauro
ni siquiera tuvo tiempo de mirar.
― Tan tan tan tan tan tan tan
tan, ¡Muerto, muerto!- dijo Cofla.
― ¡Aaaaaggggh! ¡Morí!
Una ráfaga de viento arrancó de
entre sus hojas el aroma de los limoneros y los naranjos y lo difundió por todo
el solar. El sol anaranjado de las cuatro de la tarde llegaba a nosotros
destrozado por las ramas. Los dos viejos pastor alemán lamían alternativamente
la herida en la mano de Mauro y daban vueltas a su cuerpo, que yacía en el
suelo con la misma abstracción y desinterés de un muerto.
― ¡Nuuuuuu! Yo no me vuelvo a
hacer con Mauro― dijo Mani, sacudiéndose el polvo y las hojas secas
adheridas a sus ropas-, este man es una güeva. Juan, venga, hagámonos usted y
yo.
― ¡Sí, vea! ―exclamó Cofla señalando
con los pulgares alguna parte baja de su cuerpo ― ¡Vea, mijo! Yo mejor no sigo
jugando.
Tiró enojado su pistola de plástico y
se fue por el caminito de piedra que conduce hacia la casa; pero antes amagó
dar una patada a Mauro.
―¡Parate ya, ome, parate ya!
Una vez estuvo fuera de nuestra vista
y sus oídos fuera del alcance de nuestras palabras, Mani se atrevió a decir por
fin:
― Mejor, juguemos nosotros tres solos,
ese Cofla es una niñita ahí, que se vaya mejor, hágale, hágale ― Luego miró
hacia donde yacía Mauro y soltó una carcajada, ― ¡Ah! Este Mauro si es. Mirá,
allí donde están todos los chécheres de hierro se cayó y se hizo una cortadita,
y se puso adecir que lo habían herido. ¡Ah! Este man sí.
Cofla reapareció en la puerta que
comunica con la casa y caminó hacia
nosotros espantando a patadas las gallinas que encontraba a su paso.
― ¡Hey! Niñas, que vayan a tomar el
algo, mandó a decir mi tía.
Se acercó a Mauro y la sacudió de una
patada, pero él siguió imperturbable, como muerto.
― Tía ¿a Mauro qué le pasa? ― preguntó
Cofla. Su tía, que acababa de aparecer en la puerta, se dejó venir, alarmada.
Trató de despertarlo dándole unas
palmaditas en la cara y soplándole los ojos, pero resultó inútil. Entonces
solivió su cabeza: sus manos quedaron rojas de sangre.
Al caer muerto, Mauro descargó su
cabeza tan violentamente sobre una de las piedras del caminito que perdió el
conocimiento.
Durante varios días no volvimos a
jugar pistolero.