sábado, 22 de octubre de 2011

El día que matamos a Mauro



A través de sus gruesos lentes, sucios de polvo y lágrimas, Mauro examinó el territorio. Todo allí le parecía ajeno, a pesar de que lo había visto y recorrido cientos de veces. Ante su mirada confusa se extendía el mismo lugar, sembrado con los mismos árboles, adornado con las mismas flores, y recorrido por los mismos perros y las mismas gallinas de siempre. Sin embargo, sabía que ahora no era más que un intruso y que corría peligro porque en ese territorio habitábamos sus enemigos, que lo buscábamos con la única intención de matarlo. Mauro sacó un pañuelito y limpió sus lentes sin quitárselos. En su mano derecha una pequeña herida sangraba lentamente:

― ¡Ssssh, me hirieron!

Al oírlo el cadáver de Mani, que yacía a no más de un metro suyo, emitió una sonrisa burlona. Había muerto hacía rato, pero no por eso había dejado de divertirse. Esporádicamente abría los ojos y hasta levantaba la cabeza para observar desde su reposo los padecimientos de Mauro por tratar de huir de nosotros. Con los ojos entreabiertos lo contempló largo rato curarse la herida hasta que su paciencia de muerto terminó.

― ¡Hey, Mauro, gordo güevón, hágale pues! 

Mauro le respondió en el mismo tono:

― ¡Ah, esperate, esperate! ¡No ves que me hirieron!

Luego sacó de su pretina la pistola y asomó  su cabezota por encima del corral de gallinas. Nada parecía amenazarlo. Y sin embargo sabía que pronto llegaríamos nosotros para matarlo.

― ¡Disparen! ― gritó después de un rato, desesperado, ¡Disparen, pues!

Volvió a asomar la cabeza, pero solo vio el polvo y las hojas secas removidas por una ráfaga de viento. El cadáver de Mani lo miraba burlonamente mientras él apuntaba con su pistola hacia todas partes.

Sabíamos que su escondite preferido quedaba detrás del corral de las gallinas. Varias veces había muerto allí, y sin embargo siempre retornaba.

Decidido a matar o morir, dio un paso afuera. Delante suyo el cadáver de Mani comenzaba a silbar una canción. Apuntó hacia todos los escondites conocidos: ninguno parecía habitado. A su lado algunas gallinas picoteaban semillas.

Mani solto una carcajada estruendosa:

― ¡Ah, jajajajajajajajaja, miralos detrás tuyo, bobo!

Embadurnados de caca, Cofla y yo empujamos la puerta del gallinero, salimos atropelladamente y disparamos. Mauro ni siquiera tuvo tiempo de mirar.


― Tan tan tan tan tan tan tan tan, ¡Muerto, muerto!- dijo Cofla.

― ¡Aaaaaggggh! ¡Morí!

Una ráfaga de viento arrancó de entre sus hojas el aroma de los limoneros y los naranjos y lo difundió por todo el solar. El sol anaranjado de las cuatro de la tarde llegaba a nosotros destrozado por las ramas. Los dos viejos pastor alemán lamían alternativamente la herida en la mano de Mauro y daban vueltas a su cuerpo, que yacía en el suelo con la misma abstracción y desinterés de un muerto.

― ¡Nuuuuuu! Yo no me vuelvo a hacer con Mauro― dijo Mani, sacudiéndose el polvo y las hojas secas adheridas a sus ropas-, este man es una güeva. Juan, venga, hagámonos usted y yo.

― ¡Sí, vea! ―exclamó Cofla señalando con los pulgares alguna parte baja de su cuerpo ― ¡Vea, mijo! Yo mejor no sigo jugando.

Tiró enojado su pistola de plástico y se fue por el caminito de piedra que conduce hacia la casa; pero antes amagó dar una patada a Mauro.

―¡Parate ya, ome, parate ya!

Una vez estuvo fuera de nuestra vista y sus oídos fuera del alcance de nuestras palabras, Mani se atrevió a decir por fin:

― Mejor, juguemos nosotros tres solos, ese Cofla es una niñita ahí, que se vaya mejor, hágale, hágale ― Luego miró hacia donde yacía Mauro y soltó una carcajada, ― ¡Ah! Este Mauro si es. Mirá, allí donde están todos los chécheres de hierro se cayó y se hizo una cortadita, y se puso adecir que lo habían herido. ¡Ah! Este man sí.

Cofla reapareció en la puerta que comunica  con la casa y caminó hacia nosotros espantando a patadas las gallinas que encontraba a su paso.

― ¡Hey! Niñas, que vayan a tomar el algo, mandó a decir mi tía.

Se acercó a Mauro y la sacudió de una patada, pero él siguió imperturbable, como muerto.

― Tía ¿a Mauro qué le pasa? ― preguntó Cofla. Su tía, que acababa de aparecer en la puerta, se dejó venir, alarmada.

Trató de despertarlo dándole unas palmaditas en la cara y soplándole los ojos, pero resultó inútil. Entonces solivió su cabeza: sus manos quedaron rojas de sangre.

Al caer muerto, Mauro descargó su cabeza tan violentamente sobre una de las piedras del caminito que perdió el conocimiento.

Durante varios días no volvimos a jugar pistolero.

gallos pequeños