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Collage 1 |
Los robots, esas criaturas tan explotadas por el cine, llevan recorriendo los caminos de la literatura más de dos milenios: desde las Antiguas Escrituras, pasando por los escritores clásicos, hasta llegar por supuesto a los grandes de la ciencia ficción, se han revelado como una suerte de encarnación de uno de nuestros peores sueños apocalípticos.
En 1920 el dramaturgo checo Karel
Capek publicó un drama titulado R.U.R (Rossums Universal Robots) en el que un
hombre, el científico Rossum, crea una serie de seres mecánicos con el fin sin
duda venerable de liberar a la humanidad del trabajo. La idea era antigua: el
hombre artificial, el hombre creado por el hombre, figuraba en la literatura
desde Homero hasta Rubén Darío. Pero el nombre con el que lo denominaba el
checo suponía toda una innovación: la tradición china lo llamó Kwai Shu, en el Talmud aparece como el Gólem y los alquimistas de la Edad Media
lo conocían como el Homúnculus. Karel
Capek lo nombró Robot, y al tiempo
que dotó a los idiomas del mundo de una nueva palabra, atribuyó una nueva
posibilidad a la leyenda.
Mientras que los antiguos
autómatas representaban una esperanza para hacer más llevadera la vida de los
hombres, los robost significaban su destrucción. Rossum fracasa en su intento
de crear sirvientes cuando alguien más decide usar sus autómatas en la guerra.
En ese punto los robots son todavía instrumentos. Así como Rabí Lôu usaba el Gólem para oficios caseros como barrer,
y así como Timón de Atenas (El mismo del que luego se ocuparía Shakespeare) se
valía de un autómata para que le sirviera vino, un hombre cualquiera podía usar
un robot para la guerra. Se trataba de una mera circunstancia. Pero sucede que
la obra no termina ahí. Con el tiempo alguien dota a los robots de sentimientos
e inteligencia y ellos asumen una actitud terrible y muy humana por cierto:
deciden que son superiores y exterminan a la humanidad.
Una perspectiva tan trágica
podemos encontrarla también en Frankenstein (1818) de Mary Shelley, pero solo
en R.U.R se evidencia una de las actitudes que definen al hombre moderno: el
recelo ante el progreso de las máquinas. Ese mismo recelo que a finales de la década del cuarenta llevó
al escritor francés George Bernanos a
escribir las siguientes palabras: La objeción que brota de los labios
del primero que llega, desde que se pone en tela de juicio el maquinismo, es
que su advenimiento señala un estado de evolución de la humanidad. Dios mio, lo
confieso, es una explicación muy sencilla, muy tranquilizadora. Pero el
maquinismo ¿Es una etapa o el síntoma de una ruptura del equilibrio, de un
desfallecimiento de las altas facultades desinteresadas del hombre en beneficio
de sus apetitos? He aquí una pregunta que a nadie le gusta hacerse. No hablo de
la invención de las máquinas, hablo de su multiplicación prodigiosa, a la cual
nadie parece poner fin, pues el maquinismo no crea solo máquinas, tiene también
medios para crear nuevas necesidades que aseguren la venta de nuevas máquinas.
Cada una de esas máquinas, de una manera u otra, se agrega a la potencia
material del hombre, es decir a su capacidad tanto para el bien como para el
mal.
Cualquiera diría que solo esas
palabras se podrían esperar de un escritor tan católico y reaccionario como
Bernanos. Pero inclusive un hombre de ciencia como Isaac Asimov y un escritor
de literatura fantástica como Raymond Bradbury pronosticaron un mundo sojuzgado
por los autómatas y por los excesos de la razón.
De ningún modo podríamos decir
que estos autores compartieron una fe, pero obviamente comparten una época: la
época que se inicia con la Revolución Industrial.
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Collage 2 |
De la máquina tejedora de Kay a
los robots de Karel Capek hay una diferencia evidente, pero la amenaza que suponen
ambos es esencialmente la misma: la degradación a que se somete el hombre por
el abuso de la técnica. A propósito de eso Emil Brunner escribió en
Cristianismo y Civilización: La técnica moderna es, para decirlo crudamente, la
expresión de la voracidad integral del hombre de hoy, y el ritmo del progreso
técnico la muestra de su interno desasociego, la desazón del hombre destinado a
la vida eterna y a su voluntario rechazo de ese destino la hipertrofia de los intereses técnicos y su desviación en un hiperdinamismo del progreso técnico es consecuencia del abandono del hombre al mundo de las cosas, subsiguiente a su emancipación de Dios.
Brunner atribuye la necesidad del
desarrollo técnico al deseo de la emancipación de Dios que acompaña al hombre,
pero señala ese deseo en el hombre moderno, cuando en realidad es un deseo que
presente desde la mítica figura de Prometeo. De hecho, la visión trágica del
teólogo suizo ante la técnica, que en últimas es la misma de Capek, Sheylly,
Bradbury y tantos otros, no se encuentra en la literatura antes de la Revolución
Industrial…