sábado, 15 de octubre de 2011

Brevísima historia de los Robots (I)

El abandono de los hombres al mundo de las cosas


Robi
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Los robots, esas criaturas tan explotadas por el cine, llevan recorriendo los caminos de la literatura más de dos milenios: desde las Antiguas Escrituras, pasando por los escritores clásicos, hasta llegar por supuesto a los grandes de la ciencia ficción, se han revelado como una suerte de encarnación de uno de nuestros peores sueños apocalípticos.


En 1920 el dramaturgo checo Karel Capek publicó un drama titulado R.U.R (Rossums Universal Robots) en el que un hombre, el científico Rossum, crea una serie de seres mecánicos con el fin sin duda venerable de liberar a la humanidad del trabajo. La idea era antigua: el hombre artificial, el hombre creado por el hombre, figuraba en la literatura desde Homero hasta Rubén Darío. Pero el nombre con el que lo denominaba el checo suponía  toda una  innovación: la tradición china lo llamó Kwai Shu, en el Talmud aparece como el Gólem y los alquimistas de la Edad Media lo conocían como el Homúnculus. Karel Capek lo nombró Robot, y al tiempo que dotó a los idiomas del mundo de una nueva palabra, atribuyó una nueva posibilidad a la leyenda.

Mientras que los antiguos autómatas representaban una esperanza para hacer más llevadera la vida de los hombres, los robost significaban su destrucción. Rossum fracasa en su intento de crear sirvientes cuando alguien más decide usar sus autómatas en la guerra. En ese punto los robots son todavía instrumentos. Así como Rabí Lôu usaba el Gólem para oficios caseros como barrer, y así como Timón de Atenas (El mismo del que luego se ocuparía Shakespeare) se valía de un autómata para que le sirviera vino, un hombre cualquiera podía usar un robot para la guerra. Se trataba de una mera circunstancia. Pero sucede que la obra no termina ahí. Con el tiempo alguien dota a los robots de sentimientos e inteligencia y ellos asumen una actitud terrible y muy humana por cierto: deciden que son superiores y exterminan  a la humanidad.

Una perspectiva tan trágica podemos encontrarla también en Frankenstein (1818) de Mary Shelley, pero solo en R.U.R se evidencia una de las actitudes que definen al hombre moderno: el recelo ante el progreso de las máquinas. Ese mismo recelo  que a finales de la década del cuarenta llevó al escritor francés George Bernanos a  escribir las siguientes palabras: La objeción que brota de los labios del primero que llega, desde que se pone en tela de juicio el maquinismo, es que su advenimiento señala un estado de evolución de la humanidad. Dios mio, lo confieso, es una explicación muy sencilla, muy tranquilizadora. Pero el maquinismo ¿Es una etapa o el síntoma de una ruptura del equilibrio, de un desfallecimiento de las altas facultades desinteresadas del hombre en beneficio de sus apetitos? He aquí una pregunta que a nadie le gusta hacerse. No hablo de la invención de las máquinas, hablo de su multiplicación prodigiosa, a la cual nadie parece poner fin, pues el maquinismo no crea solo máquinas, tiene también medios para crear nuevas necesidades que aseguren la venta de nuevas máquinas. Cada una de esas máquinas, de una manera u otra, se agrega a la potencia material del hombre, es decir a su capacidad tanto para el bien como para el mal.

Cualquiera diría que solo esas palabras se podrían esperar de un escritor tan católico y reaccionario como Bernanos. Pero inclusive un hombre de ciencia como Isaac Asimov y un escritor de literatura fantástica como Raymond Bradbury pronosticaron un mundo sojuzgado por los autómatas y por los excesos de la razón.


De ningún modo podríamos decir que estos autores compartieron una fe, pero obviamente comparten una época: la época que se inicia con la Revolución Industrial.

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Cuando en 1733 Jhon Kay inventa la lanzadera, marca el inicio para una serie de innovaciones mecánicas que así como aligeraban el trabajo, desplazaban a los hombres con su eficiencia. A partir del invento de Kay, al mismo tiempo que los tejedores ingleses tuvieron la capacidad de competir con el mercado de tejidos hindú, ese gremio comenzó a prescindir de la mano de obra. Y esa situación se repitió invariablemente con los demás portentos de la Revolución. Las máquinas que habían llegado para iluminar el camino de los hombres, fácilmente terminaban aplastándolos. Con la gran bendición del desarrolló había llegado la tragedia.

De la máquina tejedora de Kay a los robots de Karel Capek hay una diferencia evidente, pero la amenaza que suponen ambos es esencialmente la misma: la degradación a que se somete el hombre por el abuso de la técnica. A propósito de eso Emil Brunner escribió en Cristianismo y Civilización: La técnica moderna es, para decirlo crudamente, la expresión de la voracidad integral del hombre de hoy, y el ritmo del progreso técnico la muestra de su interno desasociego, la desazón del hombre destinado a la vida eterna y a su voluntario rechazo de ese destino la hipertrofia de los intereses técnicos y su desviación en un hiperdinamismo del progreso técnico es consecuencia del abandono del hombre al mundo de las cosas, subsiguiente a su emancipación de Dios.

Brunner atribuye la necesidad del desarrollo técnico al deseo de la emancipación de Dios que acompaña al hombre, pero señala ese deseo en el hombre moderno, cuando en realidad es un deseo que presente desde la mítica figura de Prometeo. De hecho, la visión trágica del teólogo suizo ante la técnica, que en últimas es la misma de Capek, Sheylly, Bradbury y tantos otros, no se encuentra en la literatura antes de la Revolución Industrial…