'Nada', por Francisco de Goya. Aguatinta, de la serie 'Los desastres de la guerra'. |
La palabra ‘loco’, que hoy
relacionamos con alguien que ha perdido el juicio, no siempre significó lo
mismo. Sabemos por ejemplo que en la antigua Roma el loco, o el follis, como lo
llamaban ellos, era alguien a quien nosotros llamaríamos ‘lerdo’ o de poca sal
en la mollera, para utilizar una expresión de Cervantes. En resumen, un bobo.
Para otras culturas de la antigüedad el loco era un tipo inspirado por Dios. El
hebreo cuenta con la palabra navi que significa al mismo tiempo ‘loco’ y ‘profeta’.
Y la tradición turca-otomana daba en llamar a los enfermos mentales ‘hijos de Dios’.
En el mundo occidental, según
Michael Focault, a partir del renacimiento empezó a considerarse loco a aquel
que no respetaba las reglas de la moral, de manera que si un hombre dejaba de
cumplir con sus obligaciones familiares corría el serio riesgo de ser recluido
como tal. Y ese mismo estatus se les atribuía a los pordioseros, a los alcohólicos
y a los ladrones. Prácticamente hasta el siglo XIX se le llamaba loco a
cualquiera que perturbara el orden social. Para la muestra el Marqués de Sade,
porque inclusive la locura abarcaba al libertino, al homosexual, al adúltero.
Todos ellos podían ir a dar al asilo.
A finales del siglo XIX y ya
entrado el siglo XX la psiquiatría avanzó los suficiente como para que aquella
palabra dejara de usarse de una manera indiscriminada. A partir de entonces
comenzó a hablarse de estados mentales específicos como la neurosis, la
psicosis, la depresión, la melancolía. Ahora
sospechamos que muchos de aquellos que entregaron su vida a la creación
literaria difícilmente hubieran podido concebir su obra de no haber padecido,
por decirlo así, de esos estados mentales. Es el caso, por ejemplo, de los
románticos, todos estos hombres y mujeres que dieron lugar a aquel movimiento
espiritual tan lleno de desencanto y nostalgia.
Hombres como Artur Schopenhauer o Giacomo Leopardi incorporaron a su vida diaria la tristeza, un sentimiento que en la antigüedad
se consideraba como el producto de la
bilis negra, es decir de la melancolía. Recordemos que según el médico griego
Hipócrates ‘se habla de un estado melancólico cuando el temor y la tristeza
persisten mucho tiempo’. Pero a los románticos no les molestaba sentirse
melancólicos, de hecho uno de ellos, Víctor Hugo escribió en algún lugar que la
melancolía ‘era la dicha de sentirse triste’.
Pero la melancolía de los
románticos era además un aliciente para la reflexión filosófica y aunque
algunos poetas asumían actitudes escépticas con respecto a Dios (Alfred de
Vigny, por ejemplo, decía que algún día Dios tendría que rendir cuentas ante
los hombres por haberles impuesto la vida), no eran tachados de locos, como sin
duda hubiera ocurrido siglos antes.
La tristeza, la depresión y la
melancolía de los románticos se convirtieron más bien en una enfermedad del
alma causada en parte por la falta de esperanza en la trascendencia del hombre
luego de su muerte. Goya, otro grande
del romanticismo, nos dejó en uno de sus grabados pertenecientes a la serie ‘Los
desastres de la Guerra’ un testimonio al respecto de esa desesperanza de los
románticos. Allí vemos a un cadáver semienterrado
con un codo apoyado en la tierra y con una hoja de papel en la que acaba de
escribir la palabra ‘Nada’ dándonos a entender que luego de su viaje a la
muerte solo se encontró con el vació.