sábado, 1 de octubre de 2011

Esa dicha de sentirse triste

Locura y Literatura (I)

'Nada', por Francisco de Goya. Aguatinta, de la serie 'Los desastres de la guerra'.


La palabra ‘loco’, que hoy relacionamos con alguien que ha perdido el juicio, no siempre significó lo mismo. Sabemos por ejemplo que en la antigua Roma el loco, o el follis, como lo llamaban ellos, era alguien a quien nosotros llamaríamos ‘lerdo’ o de poca sal en la mollera, para utilizar una expresión de Cervantes. En resumen, un bobo. Para otras culturas de la antigüedad el loco era un tipo inspirado por Dios. El hebreo cuenta con la palabra navi que significa al mismo tiempo ‘loco’ y ‘profeta’. Y la tradición turca-otomana daba en llamar a los enfermos mentales ‘hijos de Dios’.

En el mundo occidental, según Michael Focault, a partir del renacimiento empezó a considerarse loco a aquel que no respetaba las reglas de la moral, de manera que si un hombre dejaba de cumplir con sus obligaciones familiares corría el serio riesgo de ser recluido como tal. Y ese mismo estatus se les atribuía a los pordioseros, a los alcohólicos y a los ladrones. Prácticamente hasta el siglo XIX se le llamaba loco a cualquiera que perturbara el orden social. Para la muestra el Marqués de Sade, porque inclusive la locura abarcaba al libertino, al homosexual, al adúltero. Todos ellos podían ir a dar al asilo.

A finales del siglo XIX y ya entrado el siglo XX la psiquiatría avanzó los suficiente como para que aquella palabra dejara de usarse de una manera indiscriminada. A partir de entonces comenzó a hablarse de estados mentales específicos como la neurosis, la psicosis, la depresión, la melancolía.  Ahora sospechamos que muchos de aquellos que entregaron su vida a la creación literaria difícilmente hubieran podido concebir su obra de no haber padecido, por decirlo así, de esos estados mentales. Es el caso, por ejemplo, de los románticos, todos estos hombres y mujeres que dieron lugar a aquel movimiento espiritual tan lleno de desencanto y nostalgia.

Hombres como Artur Schopenhauer o Giacomo Leopardi incorporaron a su vida diaria la tristeza, un sentimiento que en la antigüedad  se consideraba como el producto de la bilis negra, es decir de la melancolía. Recordemos que según el médico griego Hipócrates ‘se habla de un estado melancólico cuando el temor y la tristeza persisten mucho tiempo’. Pero a los románticos no les molestaba sentirse melancólicos, de hecho uno de ellos, Víctor Hugo escribió en algún lugar que la melancolía ‘era la dicha de sentirse triste’.

Pero la melancolía de los románticos era además un aliciente para la reflexión filosófica y aunque algunos poetas asumían actitudes escépticas con respecto a Dios (Alfred de Vigny, por ejemplo, decía que algún día Dios tendría que rendir cuentas ante los hombres por haberles impuesto la vida), no eran tachados de locos, como sin duda hubiera ocurrido siglos antes.

La tristeza, la depresión y la melancolía de los románticos se convirtieron más bien en una enfermedad del alma causada en parte por la falta de esperanza en la trascendencia del hombre luego de su muerte.  Goya, otro grande del romanticismo, nos dejó en uno de sus grabados pertenecientes a la serie ‘Los desastres de la Guerra’ un testimonio al respecto de esa desesperanza de los románticos.  Allí vemos a un cadáver semienterrado con un codo apoyado en la tierra y con una hoja de papel en la que acaba de escribir la palabra ‘Nada’ dándonos a entender que luego de su viaje a la muerte solo se encontró con el vació.