domingo, 16 de octubre de 2011

Brevísima historia de los robots (II)

¡Tu, que tienes en tus manos a los espíritus, líbranos de las luces!


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Este es el segundo tramo de un acelerado viaje por la historia de las ideas y los mitos acerca del antiguo anhelo de los seres humanos por crear hombres artificiales y alcanzar de esa forma estatus divino.

Digamos que la historia de la técnica, y de aquello que terminó por convertirse en lo que luego llamaríamos Arte, comenzó con una traición, como fácilmente ocurre con cualquier historia en la que intervienen los hombres. El traidor se llamó Adán o, como prefiere la tradición pagana, Prometeo. Las víctimas, el gran dios Yahvé y los dioses del Olimpo. Desde una perspectiva evolucionista cualquiera podría objetar que esos personajes pertenecen al mito y a la teología (esa vertiente de la literatura fantástica, como la llamó Jorge Luis Borges), y podría recordar además, para reforzar la objeción, a nuestro antiguo pariente: el Homo habilis con sus hachas de piedra. No le faltaría algo de razón. 

Sabemos que las herramientas de piedra, el arado y el azadón son los precedentes de los robots industriales e incluso de las máquinas con las que las mujeres se rasuran las piernas. Sin embargo, siempre habrá un tiempo tan lejano que escapará a la comprensión de la arqueología y existirá solo en el mito, un tiempo cuyo territorio indefinido e intemporal es el de la imaginación. Por reciente que sea Prometeo, siempre será anterior al Australopitecus y a la primera molécula orgánica. El hombre pulió la piedra y fraguó el hierro y el bronce para enfrentar un mundo impracticable y cruel, pero nada de ello hubiera ocurrido si antes los inefables dioses no hubieran moldeado el barro para crearlo. 

El polvo del que fue formado Adán, nos lo revela el Talmud, se recogió en la primera hora, “en la segunda fue creada su forma; en la tercera se volvió masa amorfa; en la cuarta se juntaron sus miembros; en la quinta abriéronse sus orificios; en la sexta recibió su alma; en la séptima se puso de pie; en la octava se le asoció a Eva: en la novena fue trasladado al Paraíso; en la décima oyó la voz de mando de Dios; en la undécima pecó (Sal. 49, 13), y fue entonces cuando comenzó la historia mítica de la técnica.Adán traicionó la confianza de Yahvé al probar el fruto del árbol del conocimiento y condenó a los hombres al trabajo y a la extraña sabiduría que implica. El trabajo, ha escrito Federico Engels, es la condición básica y fundamental de toda la vida humana. Y lo es en tal grado que, hasta cierto punto, debemos decir que el trabajo ha creado al hombre.
Engels aseguró también que la progresiva manipulación de objetos por parte de los monos terminó por transformar su cerebro en un cerebro humano. El mono comenzó a degenerar en hombre cuando fue suya la luz del conocimiento. Una luz que le debe al gran titán Prometeo. 

Según la Teogonía de Hesíodo, Prometeo, hijo de un titán y una diosa, engaño a Zeus y devolvió a los hombres el fuego que el dios les había arrebatado. Tanto Prometeo como el fuego admiten múltiples interpretaciones. Desde aquella que designa al titán como el gran benefactor que enseña a los hombres las artes y las ciencias, hasta la versión renacentista según la cual Prometeo encadenado a una roca del Caúcaso es un símbolo del hombre que espera la redención luego de robar el Fuego, su pecado original. En todas, sin embargo, el fuego significa una revelación que transforma a los hombres. Así lo comprendió Juan Jacobo Rosseau, cuya doctrina del buen salvaje concebía a Prometeo como el inventor de las ciencias y las artes y por lo tanto generador de las luces que conducen a los hombres a la oscuridad. En su célebre Discurso Sobre las Ciencias y las Artes lanza una desesperada imprecación: ¡Dios Todopoderoso! ¡Tu, que tienes en tus manos a los espíritus, líbranos de las luces y de las funestas artes de nuestros antepasados y devuélvenos la ignorancia, la inocencia y la pobreza, únicos bienes que pueden darnos la felicidad y que son preciosos ante ti!”

Prometeo, que formó de barro al hombre y a la mujer (Ovidio, Metamorfosis 10,4), los facultó además para que soñaran con algún día equipararse a los dioses. Así, uno de los deseos que más ha exaltado la fantasía y la imaginación a lo largo de toda la historia de la humanidad ha sido la de crear artificialmente a un ser humano. Ese deseo está ligado no obstante con otro igualmente antiguo. Como sabemos Dios expulsó a Adán del Paraíso y lo condenó a él y a su descendencia al trabajo. Podríamos decir que la evasión de esa condena ha ocupado más al hombre que el deseo por regresar al paraíso. La esclavitud es una de las formas de esa evasión, el progreso técnico la otra.

Próximamente la tercera parte...