sábado, 28 de mayo de 2011

El último día del año en la Isla del Sol












Llegamos a Copacabana rayando la una de la tarde, el último barco hacia la isla del sol salía a la una y veinte. Señor ¿No quiere cambiar su sombrero por el mío? Dijo la señora a la que pregunté dónde comprar los tickets para el bote. Rectito nada más, respondió señalando hacia adelante ¿Y el sombrero? No acepté la oferta. Nos abrimos camino a paso largo por una calle abarrotada de vendedores de verduras y mujeres con canastos. En medio del afán estrujé a un tipo rubio, alto y robusto de lentes oscuros y rastas cubierto con un aguayo, al lado suyo iba otro casi idéntico y una mujer boliviana. Perdón, alcance a decir y seguí. El tipo dijo algo en francés. Ni idea. Eran los últimos tres tickets. Detrás de nosotros llegó el del aguayo y su compañero. También buscaban tickets…


El viaje desde Copacabana hasta la Isla del Sol toma cerca de una hora y media, es un viaje lento a lo largo del cual se van dejando atrás pequeños islotes. De cuando en cuando se encuentra uno botes repletos de indígenas que vienen o van hacia Capilla Yampupata y que responden de inmediato cuando uno les dice adiós con la mano. El 31 de diciembre a la una de la tarde caía el sol a plomo pero aun así se sentía el frio intenso debido a las corrientes de viento. Adentro de la pequeña embarcación viajaban unos treinta turistas apiñados y con los hombros encogidos por el frio: argentinos, brasileros, españoles, alemanes, japoneses... bastaron veinte minutos para que el primero asomara la cabeza por una ventanilla y dejara en el Lago Titicaca su desayuno completo. Encima del barco íbamos mis dos nuevos amigos colombianos y yo, no llevábamos carpa ni habíamos hecho reserva en ningún hostal. La advertencia era que ese día sería imposible encontrar alojamiento en la isla. ¿Parce, y dónde vamos a dormir? Preguntó Ángela, mirando hacia el cielo con sus lentes oscuros y aplicándose bloqueador en el rostro, no parecía muy alarmada. Ni idea. Al cabo de un rato subieron dos argentinos. Max y Pablo. Querían pasar dos días en la isla antes de seguir su camino hacia Macchu Piccu. Yo les conté el viejo truco para entrar gratis a las ruinas ¡Qué liiiindo! ¿Eh? Simpáticos los dos tipos ¿Colombianos? Preguntaron. Es fenómeno Falcao ¿eh? Sí, es bueno. Yo no quería hablar de futbol, la verdad. Cesar les siguió la corriente un rato.




Alguien nos había dicho que en la noche habría dos fiestas en la isla, una electrónica a cargo de unos dj franceses: ciento cincuenta pesos la entrada. Y otra de música autóctona boliviana: gratis. Va estar bárbaro ésta noche, y si hay argentinos van a querer entrar gratis a la electrónica ¿Viste? Claro, y si hay colombianos van a entrar gratis… El cielo se veía despejado y amable… tal vez nuestra alternativa sería beber cerveza hasta la madrugada al ritmo de los tambores. Abajo otro turista liberaba su estomago sobre el lago. Vimos como algunas truchas se acercaban a deleitarse. Nos acercábamos al estrecho Yampupata, la isla estaba cerca. A nuestro alrededor se extendía el lago, inmenso como un océano.

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Eran cerca de las tres de la tarde y la primera sorpresa que nos encontramos al desembarcar en la Isla del Sol fue el ultimátum de una niña perfectamente ataviada con su aguayo y su sombrero: deben comprar el ticket para poder entrar ¿Entrar a dónde? ¡No me creás boludo! La niña nos miraba con el ceño fruncido. Ocho pesos cada uno. Nadie antes nos había hablado de tickets así que nos miramos y seguimos nuestro camino, pero la niña, con una tenacidad inesperada, se nos adelantó y nos enseñó de nuevo el talonario de los tickets. Ocho pesos y solo los pueden comprar aquí. En la costa de la isla se encuentran algunos restaurantes y tiendas de souvenirs, pero los hostales están arriba, regados en la falda de la colina. Miré con desconsuelo la ruta de asenso y lamenté un poco todo el ron de la noche anterior. No me animaba la idea de bajar luego a comprar tickets. Tratamos de seguir pero la niña nuevamente se interpuso. Ocho pesos, o si no no van a poder entrar. Nos miramos de nuevo. Debo admitir que nos tenía bien trabajados. No son sino ocho pesos, dijo alguien…

Luego de comprar los tickets comenzamos el asenso con las pesadas mochilas a nuestras espaldas y con el sol naranjado de la tarde en el rostro. Al lado nuestro las decenas de viajeros que también acababan de llegar.

Todo se puede resumir en que en ninguna parte quedaba alojamiento. Max y Pablo traían una carpa. Dejate de boludeces que aquí cabemos todos. No me agradaba del todo la idea: la carpa era diminuta. Pero incluso los sitios para acampar estaban agotados. Seguimos subiendo con nuestro ticket en la mano esperando a que alguien nos lo reclamara. Nos cagaron, dijo Pablo. En efecto era improbable que a estas alturas alguien nos reclamara el ticket. Nos cagaron… Yo iba muerto… Tal vez arriba encuentren algo, nos había dicho alguien…

¡Por Dios! El lago Titicaca se encuentra a más de 3800 metros de altura. Eso unido a los licores de la noche anterior me tenía casi fuera de combate, así que me senté sobre una piedra. Mis cuatro compañeros continuaron lentamente. Cerca de mi había un niño de unos trece años ¿Si habrá donde quedarse esta noche? Dijo no con la cabeza ¿Y donde acampar? No… ¿Cuántos son? Preguntó de pronto el niño. Cinco. Yo les digo donde esta la única habitación vacía, si me dan cincuenta bolivianos…

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El niño nos condujo por un laberinto de callecitas bordeadas por cercados de piedra. Max iba silbando, feliz. Llegamos. Nos atendió un joven solo unos años mayor que el niño que nos guió, era su hermano. El hostal estaba lleno de holandeses. Nuestra habitación quedaba en el segundo piso. Estaba vacía pero enseguida nos trajeron los cinco colchones y los extendimos sobre el piso uno al lado del otro. Ahora había que darse una ducha y comenzamos a prepararnos cuando escuchamos un alboroto. Hasta nuestra puerta llegó un tipo alto de rastas y lentes oscuros: era uno de los franceses a los que habíamos dejado sin tickets en Copacabana. Ni idea como logró llegar. Detrás suyo apareció la mujer, nos miró como bichos ¡Pero cómo es esto! ¿Tú que has hecho, tonto? El niño que nos dio la habitación la escuchaba moderadamente pálido. Resulta que nos había dado la habitación reservada para los franceses ¿Tu sabes los que has hecho idiota? El niño se chupó los mocos y todos vimos el trago bajando por su garganta ¡Hagan algo! ¿Ustedes saben quiénes son ellos? Resulta que los franceses eran los Dj de la fiesta de 150 pesos la entrada ¡No seas boludo! Tranquilo, Max, nosotros aquí nos quedamos. Señores, dijo el hermano del niño luego de un silencio incómodo, es queeeee…. Será posible queeee…No, nosotros no nos vamos. Todos me miraron boquiabiertos. Aproveché para tenderme plácidamente sobre mi colchón. Disculpen pero nosotros ya pagamos y nos vamos a quedar. La mujer me miró como un culo. Me caía gorda… y no me gusta la música electrónica. Sí, qué pena pero nosotros no nos vamos, dijo Ángela…. Disculpanos, che…



Luego de ducharnos nos vestimos y salimos a buscar un restaurante donde almorzar, eran las cuatro y media de la tarde. Estábamos hambrientos. Entramos a un sitio desde el cual se dominaba el lago, inmenso. Era una tarde fresca y agradable. Por supuesto pedimos todos trucha (no nos importó que alguna se vez hubieran comido el vomito de algún turista) y para pasarla dos botellas de vino. Mientras esperábamos hacíamos planes para la noche y apreciábamos a lo lejos, embelesados, el nevado Illampu.

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Luego de una siesta nos encontramos en el hall del hostal. Eran algo más de las ocho de la noche y decidimos irnos a comer. Salimos del hostal y no habíamos caminado cinco metros cuando tuvimos que devolvernos totalmente derrotados: el frio era casi insoportable. Cada uno de nosotros se puso otro par de medias, otros pantalones, otra chaqueta, guantes , bufanda y gorro. Fuimos a buscar un restaurante. La isla parecía desierta. A través de los ventanales se veía a los turistas confinados es sus hostales en reuniones privadas, pero afuera no había nadie. Muy pronto comenzamos a sospechar que tal vez llegaría la media noche y nosotros estaríamos recluidos por el frio en nuestra habitación, era una perspectiva aterradora. Bajamos casi hasta la playa pero en todas partes era igual. Así que nos fuimos a buscar la fiesta electrónica antes, sabíamos que aun no empezaría pero queríamos conocer el sitio, explorar. Alguien nos indicó el camino. Se van por aquí, rectito. Nos fuimos caminando a tientas sabiendo que a nuestro lado quedaba un despeñadero. Llegamos. El sitio estaba asediado por gente joven de todas las nacionalidades, estaban esperando a que comenzara la fiesta. Muchos estaban estudiando la mejor manera de colarse. Cada uno de nosotros comenzó a investigar por su cuenta. Yo no me esmeré mucho: no se me ocurría una manera más deprimente de pasar el fin de año que en una fiesta de música electrónica. Y sin lugar a dudas no estaba dispuesto a pagar 150 pesos por entrar. Quihubo ¿que han averiguado? Ya sé por dónde colarnos, dijo Max. Pero va a estar jodido, che, todos quieren colarse por el mismo lugar, completó Pablo… nos fuimos a comer. Eran más de las diez de la noche. Los caminos de la isla seguían desiertos. Ahora el problema es que ya no quedaba comida en ninguna parte. Por último encontramos un sitio en el que quedaban cuatro milanesas y una trucha. Bien.



Cuando terminamos de comer eran prácticamente las doce de la noche. Afuera la isla insistía en estar sola. Dimos una vuelta y fuimos a comprar dos botellas de vino. Bueno, si la gente se iba a quedar encerrada era su problema, nosotros nos paramos a mitad de camino a beber vino y a reírnos de las bobadas que se nos ocurrían. ¿Vamos a volver a la fiesta electrónica? ¡No seas boludo!



Dieron las doce de la noche y nos abrazamos y nos deseamos suerte. Nosotros nos habíamos parado a beber en uno de los tramos más amplios del camino y bastaron unos minutos para que el lugar se llenara de gente: llegaban, nos daban el feliz año y se quedaban allí, pronto se nos acabó el vino de tanto ofrecer tragos. Fuimos por más. A la una de la madrugada el sitio estaba repleto: franceses, brasileros, argentinos, bolivianos, suecos… Muchos se habían devuelto decepcionados de la fiesta electrónica. Los cinco nos mirábamos con una alegría casi infantil. Resultamos con buena espalda… pero nos estábamos resignando a que de todos modos la noche no iba a ofrecer mucho más cuando alguien recordó la fiesta de tambores, la que iba a ser gratis ¿ Y dónde es? Preguntó otro. Nadie tenía idea. Justo en ese momento apareció un grupo de hombres vestidos con trajes típicos bolivianos y armados de tambores, flautas, charangos, zampoñas y ocarinas…. Solo unos minutos después comenzó la fiesta: no paramos de bailar ni beber vino un solo instante, mientras duró. Eran decenas de personas agarradas de las manos en ocasiones, haciendo círculos y siguiendo el ritmo de esa música boliviana maravillosa. Ángela resultó una de las principales animadoras: cada vez que se armaba un círculo ella pedía que todos se fueran al centro y juntaran alguna parte del cuerpo: ¡Al centro con las mejillas! Y todos nos íbamos al centro sacando mejilla ¡Ahora con la colita! Y todos nos íbamos de culo para el centro ¡Con la nariz, con la nariz!




Casi podría decirse que nadie bailaba con nadie si no con todos, era un baile comunal, pero a mí me empezó a montar guardia una boliviana, yo no sé qué hice. Simpática eso sí. Pero era insaciable, no se detenía un momento y quería enseñarme los correctos movimientos del baile ¡Sube los pies así, súbelos así! ¡Date una vuelta así! ¡Jesús! Luego de tanto vino y de las innumerables copas de otras noches yo quería bailar a mi aire y la niña ésta ya me tenía exhausto. De manera que me le arrimé de la manera más seductora de la que fui capaz y le hablé al oído. Cesar no era precisamente un entusiasta del baile y yo lo había visto enfriándose en un rincón. Además, como apenas es normal, él tenía su mente y su corazón abierto a la posibilidad de un affaire. ¿Si ves al tipo que esta allá? Le pregunté a la bailarina boliviana. Me acaba de decir que se muere de ganas de bailar con vos, pero es muy tímido. Ah, pero yo estoy bien bailando contigo. Sí, pero bailá con él un rato, por favor, para que no se aburra, es mi amigo. Está bien, dijo con un puchero. La vi irse. Cesar la recibió sorprendido, no entendía bien qué pasaba. Al rato la niña tenía al tipo muerto. Yo me fui a charlar con otra boliviana de Santa Cruz de la Sierra divina con la que ya había hecho buenas migas…




Era una noche helada como es común en aquel lugar, pero al calor de la música y el baile nadie se dio cuenta. El ritmo de los tambores era hipnótico. En una ocasión me encontré con Pablo en medio del baile: es bárbaro esto que estamos haciendo, es bárbaro, tanta gente de tantas partes del mundo entendiéndose nada más por un baile… La fiesta duró hasta las cuatro y media de la madrugada, Al final todos mis compañeros estaban tan ebrios y felices que ninguno recordaba el camino al hostal. Juan, llevanos, vos dijiste que te habías aprendido el camino. Así fue. Mientras ellos se duchaban en la tarde yo salí a tratar de comprender ese laberinto de senderos. Caminamos en medio de risas. Llegamos al hostal y cada quien se tumbó en su colchón, acababa de terminar una de las celebraciones de Noche vieja más memorables de nuestras vidas…

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