viernes, 13 de mayo de 2011

De Medellín a Machu Picchu, indocumentado y pobre (II)

Metodo fácil para irse hasta el Perú echando dedo


Una vez en Cusco hay dos maneras para llegar a Machu pichu. La primera requiere más tiempo pero es mucho más recomendable y luego sabrán por qué: consiste en tomar desde la terminal de Santiago un bus hacia Quillabamba. El bus vale veinte soles y uno se debe bajar en santa María: son ocho horas de viaje, pero para cualquiera que haya llegado aquí desde el norte o el sur del continente por carretera (y haciendo autostop) ocho horas no son más que un suspiro. En santa maría se toma una combi hasta Santa Teresa.


Cuesta diez soles y el trayecto dura casi dos horas por una carretera desatapada al lado de un precipicio. Recomiendo irse al lado de la ventanilla, la sensación es muy agradable. Por las afueras de Santa Teresa Pasa el Río Urubamba (compañero inseparable de viaje de aquí en adelante) y antes de emprender el viaje final es necesario cruzarlo, ahora hay un puente pero antes solo había oroya: un cajoncito suspendido de una cuerda que se debe arrastrar por medio de unas poleas. Este es otro de los trayectos emocionantes del viaje: abajo el río caudaloso rugiendo y arriba uno arrastrándose por la cuerda. Al otro lado del río es posible tomar un camioncito hasta Hidro o caminar. Todo depende de la hora. El caso es que caminando de allí hasta Aguascalientes (el pueblito donde queda Machu Picchu) se van cerca de ocho horas; cuatro por un camino destapado y cuatro por la vía del tren con el río siempre susurrando al lado. Como podrán entender es muy recomendable ir bien livianos de equipaje, con impermeables y una carpa por si es del caso.


La otra manera de llegar a las ruinas desde Cusco es tomando el rumbo hacia Ollantaitambo: es mucho más rápida pero implica un obstáculo enorme. Así fue como llegamos mis amigos y yo: Una señora muy amable nos llevó en su remoque hasta el camino que conduce al km 82; caminamos como hora y media hasta la última estación de tren antes de Aguascalientes, allí estaba el obstáculo: en la estación hacen guardia policías y controles vestidos de civiles para evitar que los viajeros sigan a pie por su propia cuenta (lo otro es tomar la ruta del Inca pagando un guía: carísimo, el plan vale más de doscientos dólares). No sobra anotar que la única forma de llegar a Machu Picchu es en tren (o a pie claro) y el tren es siempre caro para los extranjeros (de hecho todo es caro para los extranjeros porque en Perú creen que todo el mundo es gringo, así sea de Colombia y parezca nacido en la Avenida Jiménez con Séptima o en pleno Parque Berrío, como es mi caso).


Nosotros no estábamos dispuestos a pagar los más de veinte dólares cada uno que nos costaba el tren y en un descuido de todo el mundo seguimos nuestro rumbo, a pesar de que ya un control se había acercado a informarnos que estaba prohibido el paso. Íbamos a paso largo sin mirar para atrás, como si fuera la cosa más normal del mundo, cuando comenzamos a escuchar los gritos. Detrás venía un guardia del tren con dos policías. Estaban enojados: Se les advirtió que esto está prohibido, los podemos enviar a la comisaría ¿Tienen todos sus papeles en orden?¡Claro, oficial, cómo no! ¡Por Dios, y yo que era un ilegal! Alcancé a asustarme un poquito. Nos toco devolvernos.


No podíamos creer que luego de semejante travesía, de cruzar tres países viajando en la parte de atrás de no sé cuantos camiones el asunto fuera a terminar así. Yo entiendo que ustedes están cumpliendo su deber, pero ustedes entiendan que nosotros queremos visitar las ruinas y no tenemos plata para el tren, somos latinos no gringos, además ese tren es manejado por extranjeros, si por lo menos fuera peruano. Me jugué la última carta. Mis compañeros alegaron razones similares. Todo parecía concluido y ya íbamos de regreso cuando miramos para atrás y vimos a los dos policías haciéndonos señas. Los dos que veníamos de últimos nos devolvimos. Flor y yo.


Está bien, les vamos a decir dos maneras en la que ustedes pueden seguir su camino por aquí porque entendemos bien sus razones ¡Bien!!! El truco consistía en lo siguiente: debíamos acampar lejos de la estación para que no nos vieran ni los controles ni nadie hasta las nueve de la noche cuando llega el último tren exclusivamente para peruanos (era la una de la tarde) Entonces debíamos separarnos en grupos de dos y montarnos sin decir nada en distintos vagones; cuando el tren fuera en marcha y el control se acercara a pedirnos los cinco soles del pasaje y el DNI (el documento de identidad) debíamos decir con nuestro mejor acento peruano que lo habíamos perdido y que íbamos a poner el denuncio en Aguascalientes. No les va a pasar nada, se lo aseguramos, nos dijeron los policías. A unos quince minutos de la estación, a un lado del camino, había un cultivo de maíz en medio del cual nos internamos y acampamos entre las altas mazorcas. Fue una tarde agradable: dibujando el paisaje a escondidas, matando mosquitos y ensayando nuestro acento peruano: ¡He perdido mi DNI, pues, oficial¡

Hacia las ruinas

Faltando algo para las nueve salimos de nuestro escondite y comenzamos a esperar cerca de la estación. La oscuridad era casi absoluta, en el cielo brillaban tantas estrellas como no veía desde que era un niño. A lo lejos se empezó a escuchar el silbido y el rumor de la máquina sobre los rieles. Nos separamos. Yo me quedé con Nati y con Flor. Caminé unos pasos hacia delante para ver el tren cando apareciera, en ese momento un señor que un rato antes nos había preguntado si necesitábamos transporte se le acercó a mis compañeras. El silbido se oía cada vez más cerca. Este señor dice que los del tren se van a dar cuenta y nos van a bajar. Y los van a maltratar, agregó el tipo. Las dos mujeres estaban aterradas.


El tren llegó, se detuvo. En medio de la oscuridad y a la distancia a la que estaba vi un sinnúmero de bultos subirse ¡No nos podemos ir ahí! dijo la ecuatoriana y salió corriendo en busca del los demás. El tren reinició su marcha. Esperamos un rato... Nuestros amigos se habían ido... A nosotros tres nos quedaba la segunda alternativa que nos plantearon los policías: esquivar un poco la estación y seguir a pie aprovechando la falta de vigilancia a esa hora. Le pagamos a un niño para que nos condujera por una colina hasta llegar de nuevo a la carrilera. Eran las diez de la noche y había empezado a llover. Estábamos en el Km 82. Machu Picchu queda en el Km 111...


Caminamos toda la noche, descansamos cinco minutos en cada uno de los cuatro túneles que encontramos (secos y acogedores según mi apreciación, aunque mis compañeras no pensaban lo mismo por la abundancia de arañas), dormimos veinte minutos sobre la carrilera con la llovizna acariciándonos la cara. Llevábamos solo una botella de agua y celebrábamos el avance de cada kilómetro con un trago hasta que se nos acabó en el kilómetro cien. Yo iba adelante alumbrando el camino con la única linterna que teníamos. Por momentos caminaba medio dormido y soñaba que iba por el centro de Medellín con un perro ladrándome al lado. Al despertar entendía que el perro era el río Urubamba.

Llegamos a las siete de la mañana con los pies destrozados por la grava enorme y filosa de la vía férrea. Por cinco soles nos dejaron dormir y bañarnos en un hotel de Aguascalientes y a la una de la tarde estábamos listos para subir a las ruinas.

Pero yo tenía un pequeño problema que resolver. En Lima fui a un cajero automático y dejé la tarjeta olvidada, de inmediato me comuniqué con mi familia en Colombia para pedir que llamaran al banco y la bloquearan. Sencillo. Yo tenía otra tarjeta así que no me sobresalté mucho. Ya en Aguas Calientes llamé de nuevo a mi casa. Nada más a saludar. Hola, cómo están todos. Nosotros bien, mijo, el de los problemas va a ser otro. Era mi mama, la noté rara. Por qué, qué pasa. Por la tarjeta. ¡¡¿No la bloquearon?!!! No, es que bloquiamos la otra también...


Yo sin lugar a dudas no soy un hombre valiente, pero la verdad es que no me asusto fácil. Sin embargo cuando escuché semejante noticia sentí en el vientre un vacío del tamaño de Machu Picchu ¿Qué demonios iba a hacer tan lejos y sin un centavo? Bueno, traté de tranquilizarme y pensé en una alternativa: antes de salir de Medellín hice algunos grabados al aguafuerte y a punta seca con imágenes de indígenas peruanos la idea era regalarlos como recuerdo, cambiarlos o venderlos. Una amiga que ya ha hecho el viaje dos veces me lo recomendó: no te vas sin cosas para cambiar, vender o regalar, así sea bolsitas de café. Yo llevé lo que sé hacer y en el camino de subida hacia las ruinas empecé a ofrecerle un suvenir a cuanto extranjero con cara de europeo pudiente me encontré.

Mis compañeras se me adelantaron pronto. La subida toma unas dos horas y se necesita un buen estado físico. En el trayecto me encontré con mis amigos ecuatorianos, los que sí habían tomado el tren. Les fue bien, no los descubrieron, pero no habían podido entrar a Machu Picchu. Ninguno excepto Chema, un hombre robusto y de baja estatura que se nos habñia unido en el Cusco: me subí por un barranco y alcancé a ver la ruinas, vi la muerte porque casi me voy al vacío, pero lo logré; yo creo que tú también puedes, Juan, yo sé que sí. Sí, intentalo, dijo un argentino que venía con ellos, vale la pena,che. ¡Por un barranco! Yo estaba sin un centavo, me habían dado dinero falso, se me habían perdido los papeles de identificación: no estaba seguro de querer tentar más a mi suerte subiéndome por el tal barranco. Además conozco un método mucho más civilizado para entrar gratis a Machu Picchu.


Cuando llegué arriba eran más de la cuatro de la tarde y estaba empezando a llover. En la cafetería traté de vender más grabados: me estaba yendo bien, ya tenía cincuenta solecitos en el bolcillo. Trabé conversación con algunas personas y se me fue el tiempo de tal forma que cuando el aguacero arreció caí en cuenta de que no había visto a mis compañeras...


Casi a las seis de la tarde, en medio de los chorros de lluvia las vi salir de las ruinas. La ecuatoriana se me fue encima y me dio un abrazo tan fuerte que casi me daña los lentes: ¡Habían entrado gratis! Bueno aquí está el método, que es conocido por un buen número de mochileros: durante la subida es necesario trabar conversación con viajeros que recién salgan de su tour y pedirles que si por favor te regalan su tiquete, muchos lo miran a uno extrañados y se niegan, los latinos dicen que lo quieren conservar como recuerdo, en fin. Pero llega un turista desprendido que te regala su tiquete. Listo, lo que sigue es entrar a las ruinas como si nada y cuando el control pida el tiquete uno le dice que salió un rato para comer algo. Y ya. Estas adentro. Es como cuando uno va al cine y le dan ganas de orinar: al regresar muestra la mitad del tiquete que le queda. Pero cuidado, el tiquete tiene que ser del mismo día...


El caso es que por las circunstancias que ya mencioné yo no entré ese día sino al siguiente, cuando me despedí de mis amigas,que no me podían esperar y partieron cuanto antes. Yo emprendí de nuevo la subida ¡Uuuf! Me quedé cerca de dos horas en Machu Pichu; entre con el ticket de un señor llamado Phillip Dalmon, canadiense. Yo le di un grabado como agradecimiento. Estar allí fue una sensación extraña, como cuando se conoce en persona a alguien famoso: uno no logra conciliar su imagen con la que veía en televisión, se ve igual pero distinto. Además para mí una vez estuve adentro fue como la coronación de una especie de extraño sueño americano, con todas las adversidades que tuve que pasar (y con las que me faltaban) No pienso decir mucho más porque creo que definitivamente hay que visitar el lugar por cuenta propia para poder hacerse una idea. De cualquier forma nunca voy a olvidar las amplias terrazas, los senderos de piedra y la figura enorme del Wainapicchu en el horizonte, como llegando al cielo.


El camino de regreso

Inicié mi retorno como a las tres y media de la tarde. Debía llegar hasta Santa Teresa en el Km 127. Tomé la vía del tren con la esperanza de llegar a Hidro y alcanzar un carro. Pero no, a las siete de la noche, cuando llegué ya no había carros y me tocó seguir mi camino a pié bajo la lluvia. De Hidro a Santa Teresa hay tres horas; como yo iba de noche el camino estaba totalmente oscuro, lo único que alcanzaba a ver eran las luciérnagas. Algunas de ellas caían exhaustas en el piso y yo las ponía en la palma de mi mano con la esperanza de que me alumbraran un poco. En cierto lugar había una piedra gigantesca que protegía de la lluvia y me detuve a descansar un rato; me senté . El lugar estaba tan cómodo y seco que hasta pensé en que darme a dormir allí. Al cabo de tres horas empecé a ver una lucecita que se acercaba lentamente. Esperé un rato hasta que pasó por mi lado y siguió sin decir nada; obviamente no era una luciérnaga.Cómo es que iba a seguir sin siquiera saludar. Buenas, le dije. Era un campesino llamado Sandro. Me contó que faltaba poco para la oroya, y advirtió que a esa hora era mejor tener cuidado al cruzar. Un poco más allá encontré la primera casa. Llevaba como siete horas de camino sin agua así que me desvié hacia allá; a través de la reja vi a un grupo de campesinos medio borrachos, saludé, les pedí agua, charlamos un rato: terminaron invitándome a dos cervezas. Delicioso. Gente muy amable. 

Más adelante había otra casita con las luces encendidas y una puerta abierta, era una tienda. Me acerqué. Era un grupo de señoras. Les pregunté por la oroya y al final pedí que me vendieran dos bananos.Esa era mi comida, debía ahorrar mucho porque mi futuro era incierto. La que me atendió fue una mujer de unos cincuenta años llamada Fortunata ¿Y esta va a ser tu cena? Sí. Le conté los pormenores de mi viaje. Los soles falsos, las tarjetas, los papeles perdidos. Pero tú das lástima, pues, decía Fortunata en medio de risas. Cómo es que ibas a dormir debajo de una piedra. Me rodearon asombrados y me invitaron a quedarme. Dormí espléndidamente. Al día siguiente me invitaron a desayunar yucas cocidas y carne guisada con un café delicioso cosechado por ellos mismos. A las siete de la mañana me despedí de ellos, crucé el río y emprendí mi definitivo viaje de regreso. En Santa María les pedía auxilio a los policías. De nuevo conté mi historia y los tipos se cagaron de la risa. Nosotros te vamos a ayudar. El bus llegó luego de más de una hora de espera y cuando apareció por la calle principal lo primero que vi fue a los policías hablando con el chofer. Me llamaron con la mano. Mira, el amigo te va a llevar por solo 10 solecitos. El pasaje valía veinticinco… pero yo solo tenía siete… Ok… gracias, señores, les dije con cierta tristeza pero con profunda sinceridad, me voy a acordar siempre de ustedes. Luego respiré profundo y me le aparecí al chofer por la ventanilla con una gran sonrisa: amigo, yo soy el que usted va a llevar por cinco soles… Llegué a Cusco con cincuenta centavos….


El bus en el que me vine de Cusco a Lima se estaba incendiando durante el viaje a las cuatro de la mañana y tocó saltar por las ventanillas; luego, a las diez de la mañana, se le estalló una llanta y quedó al borde de un precipicio. Yo no lo podía creer. Por supuesto no me fui del Perú sin quedarme un día en Máncora, una playa hermosa al lado del Pacífico.

En Ecuador, en dos oportunidades, me iban a mandar para la cárcel por no tener papeles de identificación pero me salvé gracias a la ancestral y providencial capacidad paisa para echar carreta.



Por último llegué de nuevo a Colombia: Ipiales, Cali, Medellín: no lo podía creer cuando luego de pasar por Caldas, miré por la ventanilla y vi la primera estación del Metro: por maravilloso que haya sido el viaje siempre es bueno volver a casa...

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