viernes, 4 de noviembre de 2011

Versiones del Apocalipsis (I)

Theodore Géricult y los náufragos de la Medusa: horror en alta mar.

'La balsa de la Medusa', por Theodore géricault (1819)


Corría septiembre de 1816 cuando la restaurada Francia de los Borbones y los periódicos de toda Europa se estremecieron  con una noticia perturbadora: luego de trece días a la deriva habían rescatado por fin  a los sobrevivientes del naufragio de la  Medusa,  una moderna fragata real de la marina francesa que un mes antes había encallado en un banco de arena entre las Islas Canarias y Cabo Verde,  a unos sesenta kilómetros de las ardientes costas de Mauritania.

Los rescatistas a bordo del bergantín L’Argus encontraron en alta mar, casi por casualidad, una balsa precaria fabricada con los restos de la fragata. Encima de ella una escena escalofriante: colgando de improvisadas perchas y cables se balanceaban los girones de carne y los pedazos de cuerpos humanos aun sangrantes al lado de los cuales esperaban ansiosos, con los rostros desencajados,  los quince sobrevivientes brutalmente tostados por el sol y reducidos a los huesos.


A la deriva…


Todo comenzó el  17 de junio cuando la Medusa partió a  tomar posesión  de San Luis de Senegal,  colonia de África Occidental que Inglaterra había restituido a Francia. A bordo estaban el gobernador francés de la colonia con su familia, sus altos funcionarios, un grupo de científicos y  un batallón completo de infantería de marina. Estaba además la tripulación estimada en unas 160 personas. Al mando de la embarcación, un tal Hugues Duroy de Chaumereys, que había estado a punto de perder la cabeza con Napoleón por mantenerse fiel a Luis XVIII, actitud en virtud de la cual había recibido de la corona la dignidad de Capitán. Pero se trataba de un marinero prácticamente retirado del oficio.

Duroy de Chaumereys,  arrogante y torpe, desestimó  las recomendaciones de sus oficiales y tratando de apurar el viaje desvió el curso de la embarcación por casi un centenar de kilómetros. Pronto llegó la catástrofe. Luego de que La Medusa colisionara con el banco de arena, la tripulación respondió al pánico y el capitán ordenó evacuar la nave. Previsiblemente, los seis botes de salvamento se ocuparon de inmediato con el capitán, el gobernador y su familia, la mayoría de científicos y los altos oficiales. Las  personas restantes debieron apiñarse en  la balsa de aproximadamente  quince por ocho metros, construida  sin mayor esmero con las tablas, los pedazos del mástil, las cuerdas y las velas del barco.

El capitán había prometido que los botes salvavidas remolcarían  la balsa hasta la costa, pero solo dos horas después, sin explicación, se soltaron cuerdas que los unían y los 147 desgraciados, entre ellos una mujer, sumidos en el desespero y provistos de solo una caja de galletas, que se acabó el primer día, y unos cuantos barriles de vino, iniciaron un recorrido por el infierno que terminaría con la muerte para casi todos.




¡El horror, el horror!

La primera noche murieron veinte, ignoramos cómo: los asesinaron, se suicidaron resignados a su suerte  o sencillamente se los llevó el mar, que inundaba los bordes de esa embarcación de pesadilla. En los días siguientes la carnicería fue atroz: decenas de hombres amotinados, ebrios de vino y miedo, intentaron destruir la balsa a lo cual los pocos oficiales armados que iban a bordo respondieron con un ataque que dejó 65 muertos y un número indeterminado de heridos a quienes en los siguientes días, cuando ya los acechaba la locura o la muerte, se los llevó el mar o simplemente murieron de hambre.

Cuando el vino escaseaba, relató Henri Savigny, médico sobreviviente, las raciones debieron completarse con agua salada y orina. Al cabo de cuatro días se reportaron los primeros casos de canibalismo.  Savigny declaró a la prensa que al principio esa alternativa le resultaba atroz, pero entre más pasó el tiempo comprendieron que era la única posibilidad para seguir viviendo.Los pedazos de cuerpo y carne humana colgados que aterrorizaron a los rescatistas eran las raciones puestas a secar al sol.

Luego de rescatados, cinco de los quince famélicos sobrevivientes  no pudieron evitar comer más de la cuenta, considerando su delicadísima situación, y murieron de indigestión.

La historia contada por Géricault

Theodore Géricault, artista emblemático del Romanticismo, quiso pintar a sus 27 años un cuadro que lo consagrara en el Salón Oficial de 1819 y le ganara el reconocimiento de sus contemporáneos. Su procedimiento fue similar al de un reportero del siglo XX: quería relatar en su pintura hechos de la vida real, lejanos a las ensoñaciones históricas grandilocuentes y edulcoradas del Neoclasicismo, muy a su manera empezaba a allanar el camino de Courbet y probablemete no quería parecerse a David. Se entrevistó con los sobrevivientes y rastreó la prensa. Se mudó a un enorme estudio cercano a un hospital donde le permitieron hacer estudios de los cadáveres y de los enfermos agonizantes. De una manera vehemente  dibujó cientos de  bocetos  y mandó a construir una maqueta  a escala de la balsa.

Sin embargo fue el tiempo el que se encargó de atribuirle el estatus que se merecían tanto Gericault como su pintura.  ‘Esena de un naufragio’, nombre con el que fue presentada la obra al Salón, no fue comprada por Luis XVIII como esperaba el joven pintor, y esa apuesta suya por un arte monumental y grandioso no fue plenamente comprendida por el público que prefirió ver su notable carga política.

El naufragio de la fragata la Medusa fue uno de los grandes escándalos de la época en Europa por que evidenciaba el desprecio y el olvido al que la clase dirigente y aristocrática sometía al pueblo. La prensa de oposición francesa se ensañó con un gobierno que muy a regañadientes destituyó a 200 oficiales de marina y a un ministro tratando de resarcir su imagen ante la opinión pública del continente entero.

Los Salones Oficiales eran eventos artísticos organizados en gran medida para favorecer el nombre de la Corona, por lo cual  resulta curioso que solo dos años después Gericault, en un gesto  a primera vista ingenuo  participara con aquella obra. Pero la decisión tal vez no fuera casual. Como el cobarde Capitán de la Medusa, recientemente el artista había  huido de una gran responsabilidad que la vida puso en su camino: el  romance clandestino con la esposa de su tio materna había dado como resultado un hijo que la familia entregó en adopción apresuradamente para evitar la deshorna, la madre fue enviada lejos.

Gericault asumió la creación de su obra maestra como una suerte de apostolado, como la purga de un hombre que había fracasado esencialmente en la vida. Trabajó durante casi dos años, sin descanso. Al finalizar intentó suicidarse y murió en 1824 como consecuencia de las graves heridas  que le produjo una caída mientras montaba a caballo.


Nuestra historia, una balsa de la Medusa
La balsa de la Medusa
De niño vi por primera vez una reproducción de la balsa de la Medusa en cierta enciclopedia y desde entonces sentí una enorme fascinación por la gran energía y la tensión contenidas en esa pintura abrumadora. Con el tiempo pensé que la historia de todos esos hombres desgraciados era similar a la historia de los pueblos latinoamericanos: dejados al garete por sus gobernantes y avocados a matarse entre sí para sobrevivir. Hace unos años intenté un collage de casi cuatro metros de ancho con cartones y viejos tablones usados anteriormente como techos y paredes para reproducir un mapa de Colombia que parecía transformarse el aquella balsa pintada por Géricault. El resultado no fue del todo deplorable, pero quedó lejos de parecerse a lo que  esperaba. Sin embargo, como ocurre con frecuencia, al final terminé sintiendo gran simpatía por  este, el primer boceto de la obra.