Theodore Géricult y los náufragos de la Medusa: horror en alta mar.
'La balsa de la Medusa', por Theodore géricault (1819)
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Corría septiembre de 1816 cuando la
restaurada Francia de los Borbones y los periódicos de
toda Europa se estremecieron con una noticia perturbadora:
luego de trece días a la deriva habían rescatado por fin a
los sobrevivientes del naufragio de la Medusa, una moderna
fragata real de la marina francesa que un mes antes había encallado en un banco
de arena entre las Islas Canarias y Cabo Verde, a unos
sesenta kilómetros de las ardientes costas de Mauritania.
Los rescatistas a bordo del bergantín L’Argus encontraron
en alta mar, casi por casualidad, una balsa precaria fabricada con los restos
de la fragata. Encima de ella una escena escalofriante: colgando de
improvisadas perchas y cables se balanceaban los girones de carne y los pedazos
de cuerpos humanos aun sangrantes al lado de los cuales esperaban ansiosos, con
los rostros desencajados, los quince sobrevivientes brutalmente tostados
por el sol y reducidos a los huesos.
A la deriva…
Todo comenzó el 17
de junio cuando la Medusa partió a tomar posesión de San Luis de
Senegal, colonia de África
Occidental que Inglaterra había restituido a Francia. A bordo
estaban el gobernador francés de la colonia con su familia, sus altos funcionarios,
un grupo de científicos y un batallón completo de infantería de marina.
Estaba además la tripulación estimada en unas 160 personas. Al mando de la
embarcación, un tal Hugues
Duroy de Chaumereys, que había estado a punto de perder la cabeza con
Napoleón por mantenerse fiel a Luis
XVIII, actitud en virtud de la cual había recibido de la corona la dignidad
de Capitán. Pero se trataba de un marinero prácticamente retirado del oficio.
Duroy de Chaumereys,
arrogante y torpe, desestimó las recomendaciones de sus oficiales y
tratando de apurar el viaje desvió el curso de la embarcación por casi un
centenar de kilómetros. Pronto llegó la catástrofe. Luego de que La Medusa
colisionara con el banco de arena, la tripulación respondió al pánico y el
capitán ordenó evacuar la nave. Previsiblemente, los seis botes de salvamento
se ocuparon de inmediato con el capitán, el gobernador y su familia, la mayoría
de científicos y los altos oficiales. Las personas restantes debieron
apiñarse en la balsa de aproximadamente quince por ocho metros,
construida sin mayor esmero con las tablas, los pedazos del mástil, las
cuerdas y las velas del barco.
El capitán había prometido
que los botes salvavidas remolcarían la balsa hasta la costa, pero solo
dos horas después, sin explicación, se soltaron cuerdas que los unían y los 147
desgraciados, entre ellos una mujer, sumidos en el desespero y provistos de
solo una caja de galletas, que se acabó el primer día, y unos cuantos barriles
de vino, iniciaron un recorrido por el infierno que terminaría con la muerte
para casi todos.
¡El horror, el horror!
La primera noche murieron
veinte, ignoramos cómo: los asesinaron, se suicidaron resignados a su suerte
o sencillamente se los llevó el mar, que inundaba los bordes de esa
embarcación de pesadilla. En los días siguientes la carnicería fue atroz:
decenas de hombres amotinados, ebrios de vino y miedo, intentaron destruir la
balsa a lo cual los pocos oficiales armados que iban a bordo respondieron con
un ataque que dejó 65 muertos y un número indeterminado de heridos a quienes en
los siguientes días, cuando ya los acechaba la locura o la muerte, se los llevó
el mar o simplemente murieron de hambre.
Cuando el vino escaseaba,
relató Henri Savigny,
médico sobreviviente, las raciones debieron completarse con agua salada y
orina. Al cabo de cuatro días se reportaron los primeros casos de canibalismo.
Savigny declaró a la prensa que al principio esa alternativa le resultaba atroz, pero entre más pasó el tiempo comprendieron que era la única posibilidad para seguir viviendo.Los pedazos de cuerpo y carne humana colgados
que aterrorizaron a los rescatistas eran las raciones puestas a secar al sol.
Luego de rescatados, cinco
de los quince famélicos sobrevivientes no pudieron evitar comer más de la cuenta,
considerando su delicadísima situación, y murieron de indigestión.
La
historia contada por Géricault
Theodore Géricault, artista emblemático del Romanticismo, quiso pintar a
sus 27 años un cuadro que lo consagrara en el Salón
Oficial de 1819 y le ganara
el reconocimiento de sus contemporáneos. Su procedimiento fue similar al de un
reportero del siglo XX: quería relatar en su pintura hechos de la vida real,
lejanos a las ensoñaciones históricas grandilocuentes y edulcoradas del
Neoclasicismo, muy a su manera empezaba a allanar el camino de Courbet y probablemete no quería
parecerse a David. Se
entrevistó con los sobrevivientes y rastreó la prensa. Se mudó a un enorme
estudio cercano a un hospital donde le permitieron hacer estudios de los
cadáveres y de los enfermos agonizantes. De una manera vehemente dibujó
cientos de bocetos y mandó a construir una maqueta a escala
de la balsa.
Sin embargo fue el tiempo
el que se encargó de atribuirle el estatus que se merecían tanto Gericault como
su pintura. ‘Esena de un naufragio’, nombre con el que fue presentada la
obra al Salón, no fue comprada por Luis
XVIII como esperaba el joven
pintor, y esa apuesta suya por un arte monumental y grandioso no fue plenamente
comprendida por el público que prefirió ver su notable carga política.
El naufragio de la fragata
la Medusa fue uno de los grandes escándalos de la época en Europa por que
evidenciaba el desprecio y el olvido al que la clase dirigente y aristocrática
sometía al pueblo. La prensa de oposición francesa se ensañó con un gobierno que
muy a regañadientes destituyó a 200 oficiales de marina y a un ministro
tratando de resarcir su imagen ante la opinión pública del continente entero.
Los Salones Oficiales eran
eventos artísticos organizados en gran medida para favorecer el nombre de la
Corona, por lo cual resulta curioso que solo dos años después Gericault,
en un gesto a primera vista ingenuo participara con aquella obra.
Pero la decisión tal vez no fuera casual. Como el cobarde Capitán de la Medusa,
recientemente el artista había huido de una gran responsabilidad que la
vida puso en su camino: el romance clandestino con la esposa de su tio
materna había dado como resultado un hijo que la familia entregó en adopción
apresuradamente para evitar la deshorna, la madre fue enviada lejos.
Gericault asumió la
creación de su obra maestra como una suerte de apostolado, como la purga de un
hombre que había fracasado esencialmente en la vida. Trabajó durante casi dos
años, sin descanso. Al finalizar intentó suicidarse y murió en 1824 como
consecuencia de las graves heridas que le produjo una caída mientras
montaba a caballo.
Nuestra historia, una balsa de la Medusa
De niño vi por primera vez una reproducción de la balsa de la Medusa en cierta enciclopedia y desde entonces sentí una enorme fascinación por la gran energía y la tensión contenidas en esa pintura abrumadora. Con el tiempo pensé que la historia de todos esos hombres desgraciados era similar a la historia de los pueblos latinoamericanos: dejados al garete por sus gobernantes y avocados a matarse entre sí para sobrevivir. Hace unos años intenté un collage de casi cuatro metros de ancho con cartones y viejos tablones usados anteriormente como techos y paredes para reproducir un mapa de Colombia que parecía transformarse el aquella balsa pintada por Géricault. El resultado no fue del todo deplorable, pero quedó lejos de parecerse a lo que esperaba. Sin embargo, como ocurre con frecuencia, al final terminé sintiendo gran simpatía por este, el primer boceto de la obra.