Este es el primero de una serie de ejercicios de retrato (escritos y dibujados) de algunos personajes (imaginarios y reales) que he ido aprendiendo a querer y que me han acompañado durante años.
Robert Walser |
Recuerdo bien la primera vez que
tuve noticia de Robert Walser (1878-1956) mientras asistía a cierto curso somnífero
de estética. El chorro de luz compacta
salía del proyector de filminas y la imagen se recortaba perfecta contra la
pared oscura. En ella se veía a un hombre precedido de sus propias huellas y
tendido boca arriba sobre la nieve, al lado de su sombrero. Muy pronto el relato del profesor llamó mi
atención: ese es el cadáver del escritor suizo Robert Walser, dijo. Walser
salió a caminar una mañana, como acostumbraba, y en algún momento cayó,
fulminado. Luego mencionó brevemente su obra, que influenció y causó la
admiración de Franz Kafka. Y se refirió a su increíble humildad y a su disposición de vagabundo y de escritor anónimo: creía que los verdaderos poetas
depreciaban la gloria. Eso me bastó para
quedar profundamente cautivado.
No esperé a que terminara la
clase: me fui directo a la biblioteca. Entonces solo encontré un libro de
Walser que terminé de leer como cuatro
horas después. Su nombre era Jakob von
Guten, una extraña y entretenidísima novela autobiográfica en la que parodiaba un instituto en el que estudió para
convertirse en sirviente, un lugar donde solo formaban ‘ceros a la izquierda’.
Robert Walser es acaso el creador
más singular y apasionante, por lo menos del siglo XX. En un mundo obsesionado
con el brillo y la fama, la austeridad y la sencillez de su vida y de su obra le aportan un
irresistible aura de carisma. Misteriosamente siempre buscó emplearse en
trabajos manuales que no comprometieran su intelecto: botones, mayordomo,
ayudante en alguna notaria, copista, etc. Aunque no prosperó en ninguno. Desde
muy joven profesó una notable devoción por el alcohol, lo cual a la larga
contribuiría a su pérdida de la razón.
Fue un hombre rigurosamente
solitario. Nunca tuvo una esposa (aunque adoraba a las mujeres) y más allá de
su hermano Franz Walser y de Carl Selling, su albacea y quien escribió un libro de sus
conversaciones con él, parece que solo tuvo unos cuantos amigos. Tampoco tuvo
posesiones y consideraba que su casa era su paraguas. Todos los libros que leyó
fueron prestados. Era una suerte de
cínico del siglo veinte que se describía como “una entidad perdida y olvidada
en la inmensidad de la vida”. Como los cínicos, adoraba caminar, ir de aquí
para allá. Vivió en Berlín, en Zúrich, en Viena, en Múnich… No en vano otra de
sus obras más célebres es El paseo.
Walser es uno de los padres del
absurdo en el arte; sin él probablemente no habría existido Kafka y es uno de
los grandes forjadores del antihéroe y de todos esos seres anónimos y sin rumbo
tan típicos de la literatura de siglo XX. Hay que decirlo con la certeza de que
él se hubiera sentido incómodo y hasta infeliz por el hecho de que ahora le
atribuyamos semejantes paternidades. Su vocación era el olvido.
Tenía el hábito de escribir notas a las que no
daba ninguna importancia en pequeños papeles. Escribía con lápiz y con una
letra diminuta que solo se descifró al cabo de años. Llamaba a esa forma de escritura ‘el Método
del lápiz’. Más de quinientas de esas
anotaciones fueron publicadas con el nombre de Microgramas.
Murió en 1956 durante uno de sus
paseos, cosa que, presumimos, le debió causar una profunda satisfacción. Para
entonces llevaba 23 años de reclusión
voluntaria en el manicomio de Herisau donde nunca escribió porque sostenía que
había ido allí no para escribir sino para enloquecer.
Me parece ilustrativa lapresentación y el dibujo está genial.. seguire buscando
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