sábado, 11 de enero de 2014

12 years a slave





Steve McQueen es a mi parecer la más grande sorpresa que nos ha dado la industria cinematográfica en los últimos diez años. Desde luego hay algo más de un puñado de cineastas en el mundo que nos mantienen la fe en el cine viva y moderadamente saludable, pero este director inglés, que despuntó con su ópera prima apenas en 2008, se ha convertido ahora, solo seis años después, en uno de los creadores más maduros y consistentes de la filmografía en todo el planeta.

En muchos espectadores, entre quienes me incluyo, aún se mantiene intacta la desazón que les produjo Shame, la película de 2011  en la cual Michael Fassbender encarnaba a un joven ejecutivo solitario y adicto al sexo. Se puede escribir mucho acerca de esa historia, de sus visos existencialistas, de cómo en ella parecen tomar forma algunos de los aspectos más odiosos con los que pensadores como Zygmunt Bauman o Gilles Lipovetsky han descrito la sociedad contemporánea, pero más allá de todo eso se trata de una obra capaz de hablarle a cualquier ser humano: de sus miserias, de su soledad, de la extrañeza del mundo que lo rodea.

Antes de Shame, McQueen ya nos había dado una primera patada en el hígado con Hunger, una suerte de crónica de la huelga de hambre de 1981 en Irlanda del Norte desde la perspectiva de Bobby Sands, un huelguista radical, profundamente convencido de su propósito y dispuesto a llegar a las últimas consecuencias.

En ambos films nos encontramos con personajes que, queriéndolo o no, emprenden un viaje a las regiones más oscuras de su propio ser, un viaje a ese corazón de las tinieblas que sin lugar a dudas está en cada uno de nosotros, pero al cual no todos logramos llegar.

Inspirada en una historia real, Doce años de esclavitud es, por decirlo así, la tercera edición de ese viaje: Salomon Northup, un hombre negro que vive libre con su familia en Nueva York, en los Estados Unidos del siglo XIX, antes de la Guerra de Secesión, es raptado y vendido como esclavo en Nueva Orleans. Desde entonces empieza para Northup, quien cuenta con buena educación e incluso interpreta hábilmente el violín, un descenso por el infierno de la esclavitud que lo lleva hasta los límites de la crueldad humana y del miedo.



Resulta difícil evitar el recurrido tema de las actuaciones: Chiwetel Ejiofor, Paul Dano, Benedict Cumberlatsh, Paul Giamatti… Todos, como de costumbre, impecables. A pesar de lo que se repite una y otra vez sobre la supuesta decadencia de las artes escénicas, a veces pienso que vivimos en una edad de oro de la actuación. Concuerdo con lo que se ha repetido con unanimidad: Lupita Nyong’o, en el papel de la atormentada esclava Patsy, lo deja a uno con el corazón en la mano, y Michael Fassbender, que ya viene siendo el actor fetiche de McQueen, produce tanta indignación y rabia como solo puede hacerlo un actor extraordinario.

La fotografía, a cargo de Sean Bobbitt, responsable también de Hunger y Shame, abunda en tonalidades de sepia y siena tostada, lo cual resulta perfectamente acorde con el color de la tierra y la madera y con el tono de la piel negra, encendida por la melanina. Se me vinieron a la mente una y otra vez las imágenes de Erskine Caldwell.

Como ha ocurrido con las guerras de Vietnam e Irak, con las consecuencias de la Gran Depresión o con el 9-11, la segregación racial y la esclavitud, cuyas sombras se alargan sobre la historia de Estados Unidos inclusive hoy, son lacras retratadas en el cine de ese país de manera obsesiva. En ocasiones el resultado de esa obsesión ha sido brillante, de lo cual dan cuenta Missisipi Burning o American History X, en ocasiones empalagoso, como en The Help. Doce años de esclavitud continua esa tradición pero con una particularidad: más que sobre la esclavitud como fenómeno histórico, la pregunta es sobre el ser humano y sobre su dignidad. Incluso se me ocurre que, en mayor o menor magnitud, cada uno de los personajes que pasan por la película, pasan en algún momento por la vida de muchos de nosotros.
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