Una pesadilla espléndida de Brueghel
Segunda entrada dedicada al tema del apocalípsis y el concepto de decadencia.
Desde el alba mismo de lo que hoy llamamos civilización
podemos encontrarnos con la idea sin duda irónica de la destrucción y el caos
como fuentes de la vida y el orden, y con la presencia repetitiva del concepto
de decadencia e inminencia del fin. Concepto que tal vez resulte tan recurrente
e intemporal en los seres humanos como resultado de la proyección inevitable
del ciclo de nuestros propios cuerpos y
nuestras propias vidas en la realidad en la cual participamos.
Casi podría decirse que la historia de la civilización lo es
también del concepto de decadencia. Todas las culturas, desde Sumeria hasta el
mundo actual, han hablado del fin del mundo y de la corrupción que lo antecede.
Se han valido para ello con el arte y la literatura de recursos apabullantes: imágenes
siniestras que describen el sufrimiento final.
Una de las épocas más fecundas en aquel tipo de imágenes
fue, sin lugar a dudas la Edad Media. Las circunstancias eran perfectas. Para
el siglo IV los pueblos bárbaros habían terminado por derribar al colosal
imperio romano y entonces Europa se atomizó en decenas de pequeños pueblos
brutales que en sus torpes intentos de expansión se perdieron en interminables
y sangrientas guerras: en Oriente una nueva religión, el islam, daba lugar a un
conflicto que terminaría con esa sucesión de masacres conocidas como las
Cruzadas, y la peste diezmaba a la población con sus constantes rebrotes. Tal
mortandad y confusión quedó documentada en la obra de escritores como Boccacio
y Dante: en la pintura surgió una especie de subgénero profundamente religioso.
En retablos e
ilustraciones aparecieron escenas que representaban a la muerte personificada
en esqueletos que invadían los poblados armados de hoces y espadas y masacraban
a quien encontraban a su paso. Era el Triunfo de la Muerte (o la Danza de la Muerte), un tema puramente
que sin embargo alcanzó su máxima expresión en el Renacimiento con la obra de
Peter Brueghel, el viejo. Como el Quijote de Cervantes, El Triunfo de la
muerte, pintado por el artista flamenco en 1569 da cuenta de lo que puede
ocurrir cuando un genio creativo se ocupa de un tema gastado y tal vez trivial.
De cualquier forma, por recurridos que hubiesen parecido los esqueletos, la
esencia de lo que representaban continuaba intacta: la conmoción religiosa
ocasionada por la Reforma de Lutero en Alemania a principios del siglo XVI se
vio muy pronto refrenada por innumerables masacres de católicos y protestantes.
De hecho, unos pocos años después de que Brueghel plasmara su obra ocurrió en París
la llamada Noche de San Bartolomé, una orgía de sangre en la que los cristianos
pasaron a cuchillo a cientos de protestantes y que parece inspirada en la
pintura de el viejo Brueghel…
La pintura, un óleo sobre madera de 117 x 172 que reposa en
la colección del Museo del prado de Madrid, es una suerte de poema épico lleno de personajes y situaciones conmovedoras: un ejercito de esqueletos brutales se toma un poblado, masacrando a quien encuentran, incluso al rey a quien uno de los esqueletos muestra un reloj de arena mientras otro saquea sus arcas; en el extremo inferior a la derecha un bardo, moribundo en manos de su amada, saca las últimas notas de su laúd. muy cerca de ellos tal vez el personaje más importante y conmovedor: un caballero, como resignado a no desenvainar su espada, contempla la escena con asombro e impotencia.
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