Steve McQueen es a mi parecer la más grande sorpresa que
nos ha dado la industria cinematográfica en los últimos diez años. Desde luego
hay algo más de un puñado de cineastas en el mundo que nos mantienen la fe en
el cine viva y moderadamente saludable, pero este director inglés, que despuntó
con su ópera prima apenas en 2008, se ha convertido ahora, solo seis años después,
en uno de los creadores más maduros y consistentes de la filmografía en todo el
planeta.
En muchos espectadores, entre quienes me incluyo, aún se
mantiene intacta la desazón que les produjo Shame, la película de 2011 en la cual Michael Fassbender encarnaba a un joven
ejecutivo solitario y adicto al sexo. Se puede escribir mucho acerca de esa
historia, de sus visos existencialistas, de cómo en ella parecen tomar forma
algunos de los aspectos más odiosos con los que pensadores como Zygmunt Bauman
o Gilles Lipovetsky han descrito la sociedad contemporánea, pero más allá
de todo eso se trata de una obra capaz de hablarle a cualquier ser humano: de
sus miserias, de su soledad, de la extrañeza del mundo que lo rodea.
Antes de Shame, McQueen ya nos había dado una primera
patada en el hígado con Hunger, una suerte de crónica de la huelga de hambre de
1981 en Irlanda del Norte desde la perspectiva de Bobby Sands, un huelguista
radical, profundamente convencido de su propósito y dispuesto a llegar a las
últimas consecuencias.
En ambos films nos encontramos con personajes que,
queriéndolo o no, emprenden un viaje a las regiones más oscuras de su propio
ser, un viaje a ese corazón de las tinieblas que sin lugar a dudas está en cada
uno de nosotros, pero al cual no todos logramos llegar.
Inspirada en una historia real, Doce años de esclavitud es, por decirlo así, la tercera
edición de ese viaje: Salomon Northup, un hombre negro que vive libre con su
familia en Nueva York, en los Estados Unidos del siglo XIX, antes de la Guerra
de Secesión, es raptado y vendido como esclavo en Nueva Orleans. Desde entonces
empieza para Northup, quien cuenta con buena educación e incluso interpreta hábilmente el violín, un descenso por el infierno de la esclavitud que lo lleva
hasta los límites de la crueldad humana y del miedo.
Resulta difícil evitar el recurrido tema de las
actuaciones: Chiwetel Ejiofor, Paul Dano, Benedict Cumberlatsh, Paul Giamatti…
Todos, como de costumbre, impecables. A pesar de lo que se repite una y otra
vez sobre la supuesta decadencia de las artes escénicas, a veces pienso que
vivimos en una edad de oro de la actuación. Concuerdo con lo que se ha repetido
con unanimidad: Lupita Nyong’o, en el papel de la atormentada esclava Patsy, lo
deja a uno con el corazón en la mano, y Michael Fassbender, que ya viene siendo
el actor fetiche de McQueen, produce tanta indignación y rabia como solo puede
hacerlo un actor extraordinario.
La fotografía, a cargo de Sean Bobbitt, responsable también
de Hunger y Shame, abunda en tonalidades de sepia y siena tostada, lo cual
resulta perfectamente acorde con el color de la tierra y la madera y con el
tono de la piel negra, encendida por la melanina. Se me vinieron a la mente una
y otra vez las imágenes de Erskine Caldwell.
Como ha ocurrido con las guerras de Vietnam e Irak, con
las consecuencias de la Gran Depresión o con el 9-11, la segregación racial y
la esclavitud, cuyas sombras se alargan sobre la historia de Estados Unidos inclusive
hoy, son lacras retratadas en el cine de ese país de manera obsesiva. En ocasiones el
resultado de esa obsesión ha sido brillante, de lo cual dan cuenta Missisipi
Burning o American History X, en ocasiones empalagoso, como en The Help. Doce
años de esclavitud continua esa tradición pero con una particularidad: más que
sobre la esclavitud como fenómeno histórico, la pregunta es sobre el ser humano
y sobre su dignidad. Incluso se me ocurre que, en mayor o menor magnitud, cada
uno de los personajes que pasan por la película, pasan en algún momento por la
vida de muchos de nosotros.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario