Sobre la agitada vida de un peatón.
Charlie
A veces veo la gente cruzar la calle con esa
desenvoltura y me pregunto por qué no
soy capaz de hacer lo mismo: yo espero a que la luz cambie a verde. Punto. Eso hago
yo. Pero los demás se tiran a esquivar los carros y pasan como si nada. Como si
tuvieran un pacto de no agresión o como si no les importara, o no sé. Como si
supieran que van a seguir viviendo, intactos. Una vez hace mucho tiempo quise
ser así. Y empecé a metérmele a los carros. Un día la calle estaba vacía, nada más se veía un
carro lejos, muy lejos, era como un Jeep o un Campero; y empecé un trotecito suave, aparentando
confianza, como si estuviera seguro de que ese carro nunca fuera a llegar. La
actitud de uno es muy importante, como con los perros, uno tiene que moverse
como si no tuviera miedo. Y noté cuando ya estaba en media calle que el carro
venía muy rápido, pero seguí mi trotecito, así: suave, seguro. Y cuando ya estaba a punto
de llegar al andén di un salto, muy seguro también, como si nada. Un saltico
breve para llegar al andén. Y sentí que
el carro me rozó la camisa, le sentí la velocidad y el viento hasta alcanzó
a despeinarme y un señor que estaba ahí me dijo: hombre ¿no
te diste cuenta? casi te coge ese carro. Le vi el susto en la cara, estaba
aterrado. Y sonreí como si nada, no
quise prestarle atención, él se me quedó mirando como con cara de estos
muchachos son locos. Pero yo sí me di cuenta de qué había pasado: ese carro de
verdad estuvo a punto de levantarme. Y
me lo imaginé, me gusta imaginarme esas cosas, me imaginé mi cuerpo volando
varios metros, con todos los huesos quebrados y tirado luego en el pavimento
caliente con el cráneo estrellado contra el piso. Me vi ahí, viviendo mi último
segundo de conciencia sin entender nada, con el mundo dándome vueltas; uno debe
oír un murmullo, pensé yo, el murmullo de la gente viéndolo a uno muerto. Me
imaginé el tiempo que pasaría antes de que me recogieran y en mi casa supieran
qué había pasado conmigo y mi cuerpo ya inservible por ahí guardado en una
morgue. Me imaginé el frío. Me imaginé a
mi mamá y a mi tía llorando y a la gente que me conoce preguntando por mi. Me
imaginé el carro, anónimo, siguiendo su camino como si nada y cumpliendo su
fantasía oscura de matar algún día a alguien. Ese carro iba tan rápido y la
calle estaba tan sola que en solo unos segundos la distancia lo hubiera
absuelto de cualquier culpa y yo hubiera sido tal vez un recuerdo culposo pero
también vago. Me imaginé cómo esa persona se acordaría de mí. En realidad iba
tan rápido que sin duda tenía toda la
intención de matarme. No tenía nada qué
perder: hubiera sido mi culpa por no esperar. Siempre he pensado que el mundo
está lleno de personas a las que no les queda otro remedio que portarse bien,
pero que en secreto aguardan su oportunidad de aplastarte con el tacón del
zapato, o con lo que sea, como a un vicho. Siempre que pienso en eso me sube un
frio por el estómago. Por eso mejor espero. Decidí que iba a esperar así me vea
ridículo. Y veo a la gente cruzar. Pero me gustaría tener la determinación, como
ese día, de pasar la calle sin temores. A veces me pregunto también cuántas
cosas de la vida habré terminado
haciendo de la misma forma que cruzo la calle: ir a pedir un trabajo, reclamar
en el restaurante cuando la sopa esta fría, comer: como con cuidado, como
analizando cada cucharada. Yo soy de esos tipos que más bien esperan. Y no
siempre es por prudencia, la verdad, muchos creen que soy prudente, pero la
mayoría de veces es que prefiero no tener problemas. Por eso digo. Con las
mujeres también soy así. Y me angustia
porque creo que hacerle el amor a una mujer es como cruzar la calle con el
semáforo en rojo: se necesita la misma imprudencia y la misma sabiduría, se
necesita la misma ambición, el mismo
carácter animal y salvaje. Y no solo hacerle el amor, el solo hecho de acercarse. Hay hombres que ven una mujer y de una le van
diciendo cosas y la miran, la hacen reír. Pero yo no, yo me comporto con la
misma prudencia con la que cruzo la calle. Nunca miro mucho a una mujer cuando
me gusta, no mucho. Y si la miro es como si cualquier cosa. No me gusta dejar
que descubra nada. De pronto por eso solo he conocido bien a una mujer en mi
vida, solo una. Podría parecer mentira,
pero no. En las conversaciones trato de aparentar que he conocido muchas pero
todo lo que sé lo sé por una sola. Y me refiero a cada situación con ella como
si se tratara de mujeres distintas… Y funciona, hay quienes hasta me creen un
mujeriego. Yo les sigo la corriente. Y es que he ido dividiendo a esa mujer en
tantas que en mi mente ya no es la misma persona: una es la que besé por primera
vez y otra la mujer con la que terminé
tantas veces, de hecho cada ruptura me parece ahora que fue con una distinta.
Con un amor distinto. Sin darme cuenta fui multiplicando esa experiencia… Pero... No sé… No sé por qué terminé hablando de esto… Creo que fue por lo de las
calles,
sí claro, fue por eso.
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