sábado, 25 de febrero de 2012

Moneyball


Moneyball



La más reciente película de Bennett Miller: el refrescante resultado de un duelo de actores y un excelente guion.





























































La primera impresión que uno se lleva de  Moneyball tiende a no ser del todo agradable: a simple vista parece una de esas películas sobre gestas deportivas épicas y edificantes que quieren conmover fácilmente al público con una buena porción de sentimentalismo.  Por eso insisto en que lo más sensato es no confiar nunca en las primeras impresiones. En efecto el film de Bennett Miller es una historia real sobre el beisbol,  muy particularmente sobre los Atletics de Arkansas, pero como ocurre en todos los relatos memorables y contados con buen pulso, muy pronto el espectador comprende que la historia que ve en la pantalla trasciende de lejos esas circunstancias para acercarse a situaciones presentes en su propia vida, o en la vida de cualquier persona.

Billy Beane, el manager general del equipo, interpretado por un  Brad Pitt convincente y maduro, tiene la determinación de sacar a los Atletics de esa olla a la que parecen destinados. Pero su método no es ortodoxo: en un medio que confía en los cazadores de talentos, hombres curtidos en el béisbol, con toda una vida de experiencia, Billy aplica un método estadístico para rearmar su equipo. Lo hace guiado por Peter Brand, un recién graduado economista de Yale, inexperto pero con habilidad para los números y con una inteligencia limpia de los prejuicios de esos hombres capaces de descartar a un jugador extraordinario solo por su manera de caminar. Ambos personajes emprenden un camino azaroso y solitario que llegará a las últimas consecuencias y cuyo principal obstáculo son sus propios miedos. Encarnan la figura del ‘loser’, una vieja obsesión norteamericana que ha terminado por permear al mundo entero.



Recordamos a Bennett Miller, director de Moneyball, por Capote (2005), esa buena película que retrató al gran reportero durante la investigación que daría lugar a su célebre libro A sangre fría. En él, en Miller, recae sin duda buena parte del mérito de este relato contenido pero al mismo tiempo frenético. Sin embargo no se puede pasar por alto que el guion, una adaptación del libro Moneyball: el arte de ganar un juego injusto, de Michael Lewis, estuvo a cargo de Steven ZaillanAaron Sorkin. Zaillian, como escritor titular con la ayuda en las sombras de Sorkin, escribió  La Lista de Schindler. Y  Sorkin es el autor del guion de joyas como A few good men, Charlie Wilson’s War y The Social Network. En últimas estamos ante un escritor con una habilidad especial para adaptar al cine relatos de la vida real. Tal vez a ello se deba el estilo con aires de documental en algunas secuencias de Moneyball. Pero la gran sabiduría de Zaillan y Sorkin radica en que, con esa temática, el público no debe hacer ningún esfuerzo por comprender las reglas del béisbol ni mucho menos los números de las estadística: basta con tener alguna noción de las reglas de la vida.

Un punto a parte merecen las actuaciones. Brad Pitt ratifica de nuevo que está lejos de ser un simple galán y nos muestra un personaje introvertido y contradictorio, siempre a punto de perder el control.  Phil Seymour Hoffman, en su roll de director técnico de los Atletics, le da a su personaje, valiéndose especialmente de gestos y silencios, puesto que su participación es breve y secundaria, la profundidad y el relieve característicos de todos sus trabajos. La gran sorpresa, por supuesto, es el comediante Jonah Hill, en el papel del joven economista asistente y escudero de Billy, Peter Brand. En ese personaje tímido, que vive el drama del triunfo y la derrota con un asombro que apenas se asoma en su rostro calculadamente inexpresivo, reposa buena parte de la tensión del film.

Moneyball es una sorpresa muy agradable en medio de esa tanda de películas que aspiran a ganar el Oscar y que, excluyendo a The desendants y a pesar de ilusiones como The Artist y Hugo (hay que decirlo con lástima), no están al nivel de las expectativas. Su historia, no se puede negar, adolece un poco del efectismo propio e inevitable en las grandes producciones de Hollywood, pero es una obra ante todo sobria que explora bien a unos personajes en la lucha por encontrar el lugar que ocupan en sus propias vidas. 








sábado, 18 de febrero de 2012

The artist

Una antigua forma de hacer hablar al silencio
The artist



The Artist, la reciente sensación cinematográfica, nos demuestra que en en el cine las viejas maneras de narrar están aún lejos de agotarse.

















Fui a ver The Artist luego de esperar con ansiedad durante varios meses. Esperé, como todo el mundo, con  la tentación de la piratería respirándome en el cuello. Y con el temor de que si la película no obtenía alguna nominación al Oscar, jamás la veríamos proyectada en nuestras salas. Por suerte eso no ocurrió,  y por el contrario esta cinta de Michel Hazanavicius cuenta con nueve nominaciones, entre ellas a mejor director y a mejor película. Una nominación al Oscar, no está demás aclararlo, es con frecuencia una razón suficiente para sospechar de la verdadera calidad de un film, pero es una garantía de que será mundialmente bien distribuido.

En la entrada del teatro había un cartel enorme en el cual se leía una cita según la cual The Artist era ‘totalmente entretenida’. Eso me dio mala espina, pero obviamente seguí adelante. Compré mi boleta y entré a la sala casi vacía. Por alguna razón no pasaron  como es habitual los trailers, cosa que me molestó bastante: esa es una de mis partes preferidas de ir a cine, los trailers. En Fin. Comenzó la proyección y la cosa pintaba bien cuando al cabo de unos veinte minutos las señoras que estaban detrás mio comenzaron a murmurar acerca de la calidad de lo que estaban viendo…

Solo unos minutos después vi al grupo de ancianas bajar las escalas pesadamente ayudándose las unas a las otras: ‘quién se va a quedar viendo esta caspa’, dijo una de ellas.

The Artist, como ya lo han repetido los medios, es la historia de una estrella del cine mudo, George Valentin, que se queda sin trabajo cuando la innovación del audio irrumpe en la industria. Con ese argumento es inevitable pensar de inmediato en películas que exploraron la misma idea: Sunset Boulevard (El crepúsculo de los dioses) de Billy Wilder y Boogie Nigths, la deslumbrante película de Paul Thomas Anderson sobre el ocaso de una estrella porno a finales de los años setenta debido en parte a la llegada del video. Pero en realidad el argumento es solo un pretexto para abordar un asunto más complejo y actual: Valentin, que a pesar de su condición de superestrella podría ser cualquier hombre, cualquier ser humano, encarna la paradoja de ser incapaz de salir de sí mismo y comunicarse con el mundo, aunque tiene a su alcance un medio que lo pone en contacto con millones de personas. Esta encerrado dentro de sí, sitiado por el orgullo y el miedo. Por eso el silencio, lejos de ser un mero asunto estilístico, es el mayor recurso expresivo de la historia; al punto que en algún momento cierto personaje le recrimina al protagonista: ¿¡Por qué no puedes hablar!?

Como Spielberg, que decidió rodar la Lista de Schindler en blanco y negro para serle fiel a los documentos fílmicos sobre la segunda guerra mundial, Michel Hazanavicius prefirió hacer su película recurriendo a todos los ingredientes del cine mudo: el silencio, obviamente, la gesticulación, la música. Pero en particular  a esas metáforas visuales sutiles tan usadas por Einsenstein y Griffith para hacer hablar las imágenes de otra manera. En uno de los momentos más dramáticos de la película, por ejemplo, Valentin levanta la sábana que  cubre cierto objeto y se encuentra con unas estatuillas: el mono que se tapa la boca para no hablar, el que se tapa los oídos para no oír y el que se tapa los ojos para no ver: esa imagen es su propio reflejo, su historia. En otro plano el protagonista camina a la deriva por la calle y en el fondo, casi desenfocado, se lee un anuncio sobre el pórtico de un almacén: Nowhere

Pero The Artist no es solo la historia de ese hombre confrontado por su destino. Es al mismo tiempo un retrato de los espectadores, que acostumbrados al ruido constante de miles de mensajes, vivimos a nuestra manera tan aislados del mundo como George Valentín.

Esta claro que la película, y no lo digo en su contra, aunque podría, es el material típico de los Oscar: una historia de superación en efecto entretenida (a pesar del juicio de aquel grupo de señoras), bien contada y con un mensaje edificante que te saca del teatro con una sonrisa en la boca.

Con todo, probablemente  la prensa ha hecho demasiada bulla al respecto: es una pregunta que vale la pena hacerse, pero eso ya es otra historia…








sábado, 11 de febrero de 2012

Girl with the dragon tattoo

La última película de David Fincher, a la zaga de Stieg Larsson
Lisbeth Salander


El gran director de Seven ahora tras la pista de otro asesino.



Es una lástima decirlo, pero no hay remedio: David Fincher dio un paso en falso con Girl with the dragon tattoo y tal vez haya que agregar que por ahora queda muy poco del director sorprendente y recursivo de la década de los noventas… A mí nunca se me va a borrar la fascinación que sentí la primera vez que vi Seven, ese film oscuro, lleno de guiños a la historia de la literatura y con ecos del Jorge Luis Borges  de La muerte y la brújula. 

Se me ocurre eso sí que tal vez buena parte de la grandeza  de  Fincher radica en que los  espectadores que lo encumbraron y llegaron casi a idolatrarlo (quien escribe, por ejemplo) pertenecen a una generación que apenas vivía su primera juventud y tenía la adolescencia aún pegada a los talones cuando vio esos primeros trabajos, hoy considerados de culto: El juego y El Club de la Pelea (más allá de la novela de Palahniuk)  de hecho son películas indiscutiblemente pensadas para alborotar la testosterona y llenas de giros forzados a las que justificamos y queremos por razones más emotivas que cinematográficas.

En la década pasada Fincher filmó La habitación del pánico, que no merece mayor atención; y Zodiac, a juicio de los entendidos una ‘obra de madurez’ (lo cual puede interpretarse también como ‘un ladrillo insoportable’), donde se le va la mano  en no complacer el morbo y las reacciones a flor de piel tan explotadas en toda su filmografía. En 2008 vimos El curioso caso de Benjamin Button, una historia entretenida con cierto aire a producción Disney, que lastimosamente, pero con razón,  llamó la atención más por los sofisticados efectos especiales usados para envejecer y rejuvenecer a Cate Blanchett y a Brad Pitt.

The Social Network en 2010 fue una propuesta estimulante: ceñuda y austera como Zodiac,  pero al mismo tiempo ágil, nos permitió ilusionarnos cuando Fincher anunció que su próximo proyecto se inspiraba  en  Los hombres que no amaban a las mujeres, la primera novela de la trilogía Millenium de Stieg Larsson.



Girl with the dragon tattoo se perfilaba como un retorno al cine electrizante del Fincher de los noventa considerando que la novela de Larsson, si hacemos a un lado sus farragosos primeros tres capítulos y el estilo siempre ramplón, resulta bastante potable con su exploración de las perversiones de la sociedad sueca y con Lisbeth Salander, carismática como pocos personajes de la cultura popular en los últimos años. Pero algo no marchó bien.

Stieg Larsson ha sido  generosamente  equiparado por Mario Vargas Llosa con los grandes novelistas de folletines del siglo XIX, con Alejandro Dumas en particular. La afirmación parece exagerada, pero no carece de sentido. El sueco construye una trama vasta y minuciosa  que fluye por medio de personajes esquemáticos, pero bien dibujados por sus circunstancias, a quienes su pasado dota de una determinación admirable que mueve la acción del relato de manera frenética. En ese contexto la apreciación del premio Nobel peruano resulta comprensible: también AthosPorthosAramis D'Artagnan pueden parecer planos y caricaturescos, pero las acciones que desencadenan con su determinación y su valor constituyen una crónica tan colorida y completa de la Francia de Luis XIII que muchas faltas quedan compensadas. Y Larsson nos muestra, con el pretexto de una extraña serie de crímenes, un panorama completo de las relaciones de poder, de las imposturas, de la corrupción y la xenofobia de una sociedad que es como un sepulcro blanqueado.

Por supuesto, es una insensatez juzgar una película por su parecido con el libro, pero en este caso la comparación nos sirve para comprender que lo que falla en Girl with the dragon tattoo es que Fincher, a pesar de que su película dura más de dos horas y media, despoja al relato y a los personajes de buena parte de esas circunstancias que les dan sentido en el libro. Algunas acciones, como la búsqueda de Harriet en los desiertos de Australia y el proceso del industrial Wennerström, quedan tan resumidas que no aportan casi nada. Solo se ve la superficie: los crímenes y la presencia extravagante de Lisbeth, cuya faceta de hacker casi se pierde. Es como ver solo la piel del tigre.

Incluso habría que reconocer que, con lo limitada que resulta, la adaptación sueca de 2009 a cargo de Niels Arden Oplev es de sobra mejor lograda (mucho más entretenida, por lo menos), en buena medida debido a que Noomi Rapace interpreta a una Lisbeth Salander mucho más convincente y más llena de matices que el soso e inexpresivo personaje creado por Rooney Mara..



domingo, 5 de febrero de 2012

Días de Cielo

La hora mágica de Terrence Malick y Néstor Almendros


El mundo de Christina de Andrew Weyth, una notable influencia para la estética de Days of Heaven.




Una breve mirada a la pintura presente en la mítica obra de Malick y Almendros.

Luego de varios años Terrence  Malick ha vuelto al primer plano de la escena cinematográfica:  el año pasado estrenó The Tree of life, obra que le valió la palma de oro en Cannes y lo tiene en la competencia por el Óscar. Ahora esperamos The Burial, su último proyecto que involucra a figuras como Ben Afleck y Rachel McAdams.

A propósito de todo ello,  bien vale la pena recordar un poco su obra. En particular Days of heaven (1976). Y es difícil referirse a esa película sin traer a cuento también a Nestor Almendros, el gran director de fotografía español que trabajo con directores como Rohmer y Truffaut y que hizo en la cinta de Malick un trabajo memorable e inconfundible por su tremenda originalidad y belleza estética.

En sus memorias Días de una Cámara, que constituyen el hilo conductor de esta entrada, Almendros expresa su deseo de que el espectador, sin importar en qué momento de la proyección llegue, pueda disfrutar la película solo por la solidez de la propuesta estética, más allá de si comprende cabalmente la historia.

En Días de Cielo, en efecto, uno se deja llevar por el gran lirismo de las imágenes, que tienen muchísimo de documental debido a que tanto Malick como Almendros  trabajaron pensando en la obra de grandes fotógrafos-cronistas como Dorothea Lange y Arthur Rothstein.

Pero tal vez la influencia más notable en la película es la de la pintura: cada plano evoca obras como la de Edward Hooper, Andrew Weyth, Jean Francois Millet y Jan Vemeer, lo cual significó tomar una serie de decisiones arriesgadas durante el rodaje, de lo que da buena cuenta Almendros en su libro



Days of Heaven cuenta una historia sencilla: Bill y Abby (Richard Gire y Brook Adams) trabajan en una fabrica en Chicago, ciudad que abandona buscando una oportunidad en otro lugar, en Texas, por ejemplo: una vez allí encuentran trabajo en una granja cuyo dueño, Sam Shepard, se enamora de Abby, lo cual es el inicio de una tragedia.

Vermeer y la luz de ventana


A propósito de la influencia de Vermeer en la estética de Días de Cielo  con su iluminación proveniente de una sola fuente, Nestor Almendros dice lo siguiente en su autobiógrafa: Para las escenas de día en los pocos interiores que rodamos, se utilizó la luz real de ventana, a ejemplo de Vermeer. tenía la experiencia previa de esta técnica [...] Los fondos adquirían entonces una decidida penumbra, y solo los personajes se destacaban. Esta técnica posee aspectos positivos apreciables, aparte el más importante que es la belleza de esta luz natural. los actores trabajan mejor, sin la fatiga que produce la luz excesiva y el calor asfixiante de los focos.



La Lechera de Vermeer también tiene su versión gracias a la iluminación de Almendros.


Jean Francois Millet y la hora mágica



Gran parte del encanto y la hermosura de la fotografía en Días de Cielo radica en ese aspecto irreal de los paisajes. Algunos menosprecian el film justamente por el carácter artificioso y exageradamente sofisticado que mantiene. Curiosamente almendros y Malick pretendían alcanzar el mayor grado de realismo y por esa razón optaron por prescindir de la mayoría de artificios  típicos en la dirección de fotografía: Nuestro trabajo consistió básicamente en simplificar la fotografía, en depurarla de todos eso artificios del pasado reciente. Nuestro modelo era la fotografía del cine mudo, que recurría a la luz natural frecuentemente.


Para las secuencias en exteriores se utilizó la luz natural prácticamente sin ningún otro apoyo lumínico: ciertas partes de la película se filmaron, por expreso deseo de Malick, en lo que se llama la hora mágica; esto es, en el intervalo que existe entre que el sol se oculte y la caída de la noche. El periodo lumínico es de unos veinte minutos [...] La luz durante esos minutos es mágica, porque no se sabe de dónde viene, no se ve el sol, pero el cielo puede ser limpio, sin nubes, y el azul de la atmósfera sufre mutaciones extrañas.


Durante la hora mágica tiene lugar también el Ángelus la obra maestra de Jean Francois Millet, que obsesionó tanto a Vincent Van Gogh y a Salvador Dalí. Millet fue gran admirador del pensamiento de Rousseau y su exaltación de la naturaleza, por lo cual no resulta extraño que Malick lo encontrara tan cercano a sí  mismo. En Días de Cielo nos encontramos con dos planos que bien pueden considerarse tributos al gran pintor de la Escuela de Barbizon.

Otra obra emblemática de Millet presente en Días de Cielo es Las espigadoras, uno de esos cuadros que afianzó su reputación de pintor realista, en la línea de Courbet. A Malick, además de la posible ideología del cuadro, le servía obviamente el motivo, puesto que Bill y Abby son justamente braceros que viven  a su manera una lucha de clases en la película.

Bill y Abby tendidos sobre la paja en una escena idéntica a  La siesta, obra de Millet que, como tantas otras, fue minuciosamente copiada por Vincent van Gogh, quien siempre vivió obsesionado con él y su pintura.

  En el centro la versión de Van Gogh de "La siesta"

George Delatour y el fuego


El incendio de la cosecha de trigo es un capítulo especial dentro de Días del Cielo: justo cuando la tensión entre el granjero y Bill es mayor y cuando la tragedia por celos se hace inminente, el demonio que habita a los personajes se materializa en una plaga de langostas de proporciones bíblicas. Néstor Almendros cuenta la manera singular cómo fue grabada la plaga: para los primeros planos usaron cientos de saltamontes que fueron capturados para la película por el Departamento de Agricultura del Canadá. Pero en los planos generales en los que se aprecia la invasión se usaron semillas y cascaras de cacahuetes lanzadas desde helicópteros: La innovación consistió en utilizar una cámara que podía rodar en retroceso; se pidió entonces a los actores y a los extras que caminaran hacia atrás, y los tractores también marchaban hacia atrás. Así, al proyectarse la película impresionada, los personajes y los tractores iban hacia adelante y las langostas (semillas) no caían sino que parecían alzarse en vuelo de los trigales.


En esta secuencia la inspiración para el planteamiento lumínico fue George Delatour y en general los llamados candleligth painters, pintores de género especializados en escenas donde el fuego y la oscuridad son protagonistas. El fuego fue filmado sin luces de apoyo: Con nuestro procedimiento los personajes se recortaban en silueta contra las llamas como pinturas rupestre contra el negativo.


A la izquierda Brook Adams llevando una lámpara de fuego que en realidad tenía una pequeña luz eléctrica adentro y cuyo cristal había sido teñido de naranjado para lograr así la temperatura de color del fuego producido por el petróleo. A la derecha  Mujer sosteniendo una vela de Godfried Schalcken.

La influencia de Edward Hooper


Edward Hopper fue probablemente el más grande pintor norteamericano en el siglo XX, por encima de figuras como Geogia O'keffe, Grant Hood y Norman Rockwell. Su influencia ha llegado a artistas actuales de la magnitud de Eric Fischl. Hooper fue un retratista de la soledad y su presencia en el cine fue y sigue siendo notable. Desde Jhon Huston pasando por Robert Altman, Todd Haynes y David Lynch hasta llegar al mismo Tarrence Melick.



Alfred Hitchcock siempre  admitió la influencia de Hopper en la composición de sus encuadres. La misteriosa casa de Norman Bates en Psicosis es una réplica casi exacta de La casa al lado de la vía del tren de Hopper.  Con la mansión verde del granjero, Malick hizo un tributo a dos grandes creadores.

La casa al lado de la vía del tren      La casa del granjero en Dias de Cielo                      La siniestra casa de Norman Bates

















Fuente:


Días de una Cámara. Néstor Almendros
Por último, un fragmento de una entrevista concedida en 1978 en la que Almendros plantea algunas de sus ideas sobre la luz Vermeer.